—Hola. ¿Es usted la señora que viene a por los poemas? Pase. Soy Natán. Mi madre no ha llegado a casa todavía, pero no tardará. Siéntese, por favor. ¿Quiere ver los poemas? El joven le pasa un paquete abultado: sus fotocopias más las traducciones al español cuidadosamente impresas. Ella echa un vistazo a la primera. La dama entre cuyas piernas sigue estando ahí. —He ayudado a mi madre de vez en cuando —dice Natán—. La verdad es que la poesía no es lo suyo. —¿También hablas polaco? —No mucho. Pero he leído un montón de poesía polaca. En Polonia, la poesía es una enfermedad, todo el mundo se contagia. Este poeta suyo, ¿cómo se llama? —Walczykiewicz. Witold Walczykiewicz. Murió hace unos años. ¿Has estado alguna vez en Polonia? —Polonia es una mierda. ¿Quién quiere ir allí? Antes la situación era mala. Ahora es peor. Ella cae en la cuenta de que son judíos, Clara y su hijo, con buenas y suficientes razones para que no les guste Polonia. —Walczykiewicz —el joven pronuncia el apellido como un hablante nativo, mejor de lo que ella lo hace, ella entre cuyas piernas ha yacido el portador de ese nombre—. No es un gran poeta, ¿verdad? —La poesía no era su medio. En realidad fue músico, pianista. Fue conocido como intérprete de Chopin. —Los poemas son bastante mediocres, pero hay unos pocos que destacan. ¿Hablan de usted? Ella permanece en silencio. —Estaba enamorado de usted. Apuesto a que sí. Si sabía que usted no podía leer polaco, ¿por qué no se los tradujo? —El polaco era su lengua materna. Poesía solo se puede escribir en la lengua materna. Al menos eso es lo que me enseñaron. Quizá no le molestaba que yo no pudiera leer sus poemas. Quizá lo importante era expresarse a sí mismo. —Quizá. Lo que me gusta de los poemas es que no son secos, o irónicos, como los de todos los demás. ¿Conoce a Cyprian Norwid? ¿No? Debería leerlo. Walczykiewicz es como Cyprian Norwid, solo que no del mismo rango. El mejor poema —ya lo verá— es donde él bucea hasta el fondo del mar y se encuentra cara a cara con una estatua de mármol, y se da cuenta de que es Afrodita… ya sabe, la diosa. La diosa tiene unos enormes ojos pintados que lo miran con atención sin poder verlo. Inquietante. Leí en algún sitio que el Mediterráneo está lleno de objetos de viejos naufragios —monedas, estatuas, vajilla, ánforas—. Me gustaría salir a bucear desde la costa griega alguna vez; quién sabe, a lo mejor tendría suerte. —Witold no tuvo suerte. El chico la mira extrañado. —Quiero decir, que no era una persona con suerte. Si hubiera salido a bucear no habría encontrado una diosa. Habría vuelto con las manos vacías. O se habría ahogado.
Ilustración de Miquel Barceló (Divina comedia)
Tłum. Ada Trzeciakowska
El Polaco
-Witam, czy to pani przyszła po wiersze? Wejdź. Jestem Nathan. Mojej mamy jeszcze nie ma w domu, ale to nie potrwa długo. Proszę, niech pani usiądzie, chce pani zobaczyć wiersze? Młody mężczyzna wręcza jej nieporęczną paczkę: kserokopie i starannie wydrukowane hiszpańskie tłumaczenia. Spogląda na pierwszy z nich. «Dama między której nogami» wciąż tam jest. -Od czasu do czasu pomagałem matce, mówi Nathan. Poezja nie jest jej specjalnością. -Ty też znasz polski? -Nie za bardzo. Ale czytałem dużo polskiej poezji. W Polsce poezja jest chorobą, wszyscy na nią chorują. Ten pani poeta, jak on się nazywa? -Walczykiewicz. Witold Walczykiewicz. Zmarł kilka lat temu. Byłeś kiedyś w Polsce? -Polska jest do dupy. Kto chce tam jechać? Kiedyś sytuacja była kiepska. Teraz jest jeszcze gorzej. Ona zdaje sobie sprawę, że Klara i jej syn są Żydami i mają wystarczające powody, by nie lubić Polski. -Walczykiewicz – młodzieniec wymawia to nazwisko jak rodowity mieszkaniec, lepiej niż ona, ta, między której nogami leżał posiadacz tego nazwiska. Niezbyt dobry z niego poeta, prawda? -Poezja nie była jego dziedziną. Był muzykiem, pianistą. Był znany jako wykonawca Chopina. -Wiersze są dość przeciętne, ale jest kilka, które się wyróżniają. Czy mówią o pani? Ona milczy. -Był w pani zakochany. Założę się, że tak. Skoro wiedział, że nie zna pani polskiego, dlaczego nie przetłumaczył ich dla pani? -Polski był jego językiem ojczystym. Poezję można pisać tylko w języku ojczystym. Przynajmniej tak mnie uczono. Może nie przeszkadzało mu, że nie mogłam czytać jego wierszy. Może najważniejsze było wyrażenie siebie. -Może. W jego wierszach podoba mi się to, że nie są suche, ani ironiczne, jak u wszystkich. Zna pani Cypriana Norwida? Nie? To powiniena go pani poczytać. Walczykiewicz jest jak Cyprian Norwid, tylko nie tej klasy. Najlepszy wiersz – sama się pani przekona – to ten, w którym nurkuje na dno morza i staje twarzą w twarz z marmurowym posągiem i zdaje sobie sprawę, że to Afrodyta… no wie pani, bogini. Bogini ma ogromne pomalowane oczy, które wpatrują się w niego uważnie, nie będąc w stanie go zobaczyć. Niesamowite. Czytałem gdzieś, że Morze Śródziemne jest pełne artefaktów z wraków statków – monet, posągów, naczyń, amfor. Chciałbym kiedyś ponurkować u wybrzeży Grecji; kto wie, może mi się poszczęści. -Witold nie miał szczęścia. Chłopak spojrzał na nią pytająco. -To znaczy, nie był szczęściarzem. Gdyby poszedł nurkować, nie znalazłby bogini. Wróciłby z pustymi rękami. Albo by utonął.
Mis fiebres iban y venían, distinguibles únicamente por las flexiones de las alas del alma que traía la fiebre y por el tedio pesado del regreso a la tierra. Volví a habitar el pasado y medité sobre mi vida como domador de la naturaleza salvaje. Medité sobre los acres de territorio nuevo que había devorado con la mirada. Medité sobre las muertes que yo había presidido, la lengua fláccida del antílope y el crujido nítido del caparazón del escarabajo. Con un ligero golpe de las alas habité en los caballos que habían vivido debajo de mí (¿qué les había parecido todo?), en el cuero paciente de mis botas, en el aire que había presionado contra mí allí adonde me movía. De esa manera progresé, mandándome a mí mismo hacia fuera desde el espacio encogido de mi lecho a fin de reposeer mi viejo mundo, y lo reposeí, hasta que, llegando a estar cara a cara con las certezas extrañas del sol y la piedra, tuve que mantenerme a distancia, dejándolas para el día en que ya no me acobardaran. El desierto de piedra reverberaba en medio de la bruma. Detrás de aquel exterior familiar de color rojo o gris —habló la piedra desde su corazón de piedra al mío—, de aquel exterior que se adentraba en todas las dimensiones deshabitadas por el hombre, tiende su emboscada un interior negro y muy, muy ajeno al mundo. Sin embargo, bajo el mazazo del explorador, ese interior inocente se transforma en un destello, en una imagen repleta, confiada y mundana del exterior rojo o gris. ¿Cómo entonces, preguntaba la piedra, puede aquel que blande el mazo y que busca penetrar en el corazón del universo estar seguro de que existen los interiores? ¿Acaso no son ficciones, esos interiores como cebos para ser violados que el universo usa para sacar afuera a sus exploradores? (Sepultado en su arca, mi corazón también llevaba toda la vida viviendo en la oscuridad. Mis tripas quedarían deslumbradas si yo me perforara a mí mismo. Estas ideas me incomodaban). (…) En la naturaleza salvaje pierdo todo sentido de los límites. Es una consecuencia del espacio y de la soledad. La operación del espacio es como sigue: los cinco sentidos se despliegan desde el cuerpo que habitan, pero cuatro de ellos se extienden en un vacío. El oído no puede oír, la nariz no puede oler, la lengua no puede probar sabores, la piel no puede sentir. La piel no puede sentir: el sol se abate sobre el cuerpo, la carne y la piel se mueven dentro de una bolsa de calor, la piel se tensa en vano alrededor, todo es sol. Sólo la mirada tiene poder. La mirada es libre, se extiende por el horizonte en todas direcciones. Nada se oculta a la mirada. A medida que los demás sentidos se embotan o quedan aturdidos, mi mirada se flexiona y se extiende. Me convierto en un ojo reflectante esférico que se mueve por el yermo y lo ingiere. Destructor del yermo, me muevo por la tierra abriendo un camino devorador de un horizonte al siguiente. No hay nada que me haga girar la mirada, soy todo lo que veo. ¡Qué soledad! Ni una piedra, ni un matorral, ni una maldita hormiguita hacendosa que no esté comprendida en esta esfera de viaje. ¿Qué existe que no sea parte de mí? Soy un saco transparente con un núcleo negro lleno de imágenes y un arma de fuego. El arma de fuego representa la esperanza de que exista algo que no sea uno mismo. El arma de fuego es nuestra última defensa contra el aislamiento dentro de la esfera de viaje. El arma de fuego es nuestra mediadora con el mundo y por tanto nuestra salvadora. Las noticias que trae el arma de fuego: fulanito está afuera, no tengas miedo. El arma de fuego nos salva del miedo de que toda la vida esté dentro de nosotros. Lo hace desplegando a nuestros pies todas las pruebas que necesitamos de un mundo moribundo y por tanto vivo. Yo me muevo por la naturaleza salvaje con mi arma de fuego echada al hombro en el margen de mi mirada y mato elefantes, hipopótamos, rinocerontes, búfalos, leones, leopardos, perros, jirafas, antílopes y ciervos de todas las clases, aves de caza de todas las clases, liebres y serpientes. Detrás de mí voy dejando una montaña de piel, huesos, cartílago no comestible y excremento. Todo esto es la pirámide que voy dispersando en honor a la vida. Es la obra de mi vida, mi proclama incesante de la alteridad de los muertos y por tanto de la alteridad de la vida. También un arbusto está vivo, no hay duda. Desde un punto de vista práctico, sin embargo, un arma de fuego es inútil contra el mismo. Hay otras extensiones del yo que podrían ser eficaces contra los arbustos y los árboles y que convierten sus muertes en himnos a la vida, un aparato lanzallamas, por ejemplo. Pero en cuanto a un arma de fuego, una descarga de perdigones disparada a un árbol no quiere decir nada, un árbol no sangra, permanece impávido, vive atrapado en su arbolidad, ahí afuera y por tanto aquí dentro. A diferencia de la liebre que suelta su último jadeo a tus pies. La muerte de la liebre es la lógica de la salvación. Porque o bien estaba viviendo ahí fuera y al morir entra en un mundo de objetos, y por tanto yo quedo satisfecho, o bien estaba viviendo dentro de mí y se niega a morir dentro de mí, puesto que sabemos que ningún hombre ha odiado nunca su propia carne, que la carne se niega a matarse a sí misma, que todo suicidio es una declaración de que el que mata no el mismo que la víctima. La muerte de la liebre es mi carne metafísica, igual que la carne de la liebre se convierte en la carne de mis perros. La liebre muere para evitar que mi alma se funda con el mundo. Todos los honores para la liebre. Y tampoco es fácil de alcanzar. No podemos hacer recuento de la naturaleza salvaje. La naturaleza salvaje es una porque carece de límites. Podemos contar higueras, podemos contar ovejas porque el huerto y la granja están cercados. La esencia del árbol de huerto y de la oveja de granja es el hecho de que están numerados. Nuestro comercio con la naturaleza salvaje es una empresa inagotable de convertirla en huerto y en granja. Cuando no podemos cercarla para hacer recuento la reducimos a números por otros medios. Toda criatura salvaje que yo mato cruza la frontera entre la naturaleza salvaje y el número. He presidido la transformación en números de diez mil criaturas, y eso omitiendo a los innumerables insectos que han expirado bajo mis pies. Soy un cazador, un domador de la naturaleza salvaje, un héroe de la enumeración. Quien no entiende los números no entiende la muerte. La muerte es para él igual de incomprensible que para un animal. Esto es cierto para el bosquimano, y se puede ver en su lenguaje, que no incluye un procedimiento para contar cosas. El instrumento de supervivencia en la naturaleza salvaje es el arma de fuego, pero la necesidad de la misma no es física sino metafísica. Las tribus nativas han sobrevivido sin el arma de fuego. Yo también podría sobrevivir en el yermo armado únicamente con arco y flechas, pero me temo que al verme tan desprotegido perecería no de hambre sino de esa enfermedad del espíritu que lleva al babuino enjaulado a sacarse las entrañas. Ahora que el arma de fuego ha llegado entre ellos, las tribus nativas están condenadas no sólo porque dicha arma los matará en grandes cantidades, sino porque el ansia de la misma los alienará de la naturaleza salvaje. Todo territorio por el que yo desfilo con mi arma se convierte en un territorio desgajado del pasado y vinculado al futuro.
Fotografía de un boer, dibujos de William Kentridge
Tłum. Magdalena Konikowska
Ciemny kraj
Napady gorączki nadchodziły i przemijały, niewiele się różniąc między sobą: dusza już to rozpościerała skrzydła, już to spadała na grząską ziemię. Znów przeniesiony w przeszłość, rozmyślałem o swoim życiu pogromcy dziczy. Myślałem o nowych obszarach, które pożerałem wzrokiem. O różnych postaciach śmierci, których byłem świadkiem – o bezwładnym języku antylopy, o zmiażdżonym pancerzu żuka. Lekkim ruchem skrzydeł przeniosłem się w ciało koni, które żyły pode mną (co one o tym wszystkim sądziły?), w cierpliwą skórę butów, w powietrze napierające na mnie, gdziekolwiek się zwróciłem. Tak oto, wyrywając się ze skurczonej przestrzeni łóżka, znowu brałem w posiadanie swój dawny świat, aż wreszcie, w obliczu obcych pewników słońca i kamienia, musiałem ustąpić, poczekać na ów dzień, gdy śmiało stawię im czoło. Kamienna pustynia migotała w skwarze. Za powszednią fasadą w barwach czerwieni lub szarości – tak mówił do mnie kamień z głębi swego kamiennego serca – za tą fasadą, która się wdziera w każdy wymiar zamieszkany przez człowieka, czai się ciemne wnętrze nieznane światu. Jednakże pod ciosem odkrywcy, w ułamku chwili, skryte wnętrze ukazuje bogaty, pewny, doczesny obraz czerwono-szarej fasady. Skąd zatem – pytał kamień – ten, kto zadaje cios, pragnąc skruszyć serce wszechświata, wie, że w ogóle istnieje fasada? Czy uroki bezbronnego wnętrza nie są jedynie fikcją, dzięki której wszechświat wabi swych odkrywców? (Moje pogrzebane serce również wiodło życie po ciemku. Gdybym siebie przedziurawił, oślepłoby w świetle. To niepokojące myśli.) (…) W głuszy tracę poczucie granic. Tak działa przestrzeń i samotność. Oto wpływ przestrzeni: pięć zmysłów sięga poza ciało, lecz cztery napotykają pustkę. Ucho nie słyszy, nos nie wyczuwa zapachów, język nie czuje smaku, skóra nie czuje nic. Skóra nie czuje: słońce praży ciało, ciało i skóra poruszają się w otoczce skwaru, skóra na próżno się rozciąga, wszędzie tylko słońce. Jedynie oczy ma- ją moc. Oczy są wolne, śledzą horyzont dookoła. Przed oczami nic się nie ukryje. Gdy inne zmysły stępiały, wzrok się wyostrza, wybiega daleko. Sam staję się kulistym lustrzanym okiem, które przemierza i wchłania głuszę. Ja, niszczyciel dziczy, pokonując ziemię, wycinam drogę od horyzontu po horyzont. Oko niczego nie omija, jestem tym wszystkim, co widzę. Jakaż samotność! Wędrująca ku- la zawiera każdy kamień, każdy krzak, każdą nieszczęsną przezorną mrówkę. Czy w ogóle istnieje cokolwiek poza mną samym? Jestem przejrzystą gałką o czarnym jądrze, po brzegi wypełnioną obrazami, uzbrojoną w strzelbę. Strzelba symbolizuje nadzieję, że istnieje coś poza nami. Strzelba to ostatni środek obrony przed izolacją w ruchomej kuli. To pośredniczka w związkach ze światem, a więc nasza zbawczyni. Oto głos strzelby: „Ktoś, coś jest na zewnątrz, nie bój się». Strzelba chroni przed lękiem, że to w nas się zawiera cały byt. Kładzie nam u stóp namacalne świadectwa agonii, a tym samym dowody życia. Przemierzając głuszę ze strzelbą przy oku, kładę trupem słonie, hipopotamy, nosorożce, bawoły, Iwy, lamparty, likaony, żyrafy, antylopy wszelkiego rodzaju, wszelkie- go rodzaju ptactwo, zające, węże; za sobą pozostawiam górę kości, skóry, niejadalnych chrząstek, odchodów. To moja rozproszona piramida życia. Dzieło mojego życia, nieustanna proklamacja odrębności martwych, a zatem odrębności żywych. Niewątpliwie krzew również żyje. W praktyce jednak strzelba na nic się tutaj nie przyda. Wobec krzewów i drzew – po to by ich śmierć przeobrazić w pochwałę życia – należałoby stosować inne prze- dłużenie jaźni, chociażby miotacz ognia. Strzelba bowiem, wystrzał w drzewo nie ma znaczenia, drzewo nie krwawi, drzewo pozostaje niewzruszone, nadal żyje uwięzione w drzewie, tam i zarazem tutaj. Co innego zając, gdy przy nas wyzionie ducha. Śmierć zająca to logiczny wstęp do zbawienia. Bo albo żył i umiera w świecie materii, co mnie cieszy, albo też żył we mnie i we mnie nie umrze, wiemy bowiem, że żaden człowiek nigdy nie czuł nienawiści do własnego ciała, że ciało siebie nie zabije, że samobójstwo wieści odrębność zabójcy od ofiary. Śmierć zająca to mój posiłek metafizyczny, tak jak zajęcze mięso jest karmą dla moich psów. Zając umiera po to, aby moja dusza nie zespoliła się ze światem. Cześć zającowi. Niełatwo zresztą go ustrzelić. Dziczy nie zliczymy. Dzicz to jedność, ponieważ nie ma granic. Można policzyć drzewa figowe, można policzyć owce, bo sad i farma są ograniczone. Istotą figowca i owcy jest liczba. Nasz kontakt z dziczą polega na tym, że niezmordowanie usiłujemy ją przekształcić w sad i w farmę. Gdy nie potrafimy jej ogrodzić ani zliczyć, sprowadzamy dzicz do liczby na inne sposoby. Każde zwierzę, które zabijam, przekracza granicę między dziczą a liczbą. Panowałem nad dziesięcioma tysiącami stworzeń, pominąwszy niezliczone owady, które wyzionęły ducha pod moimi stopami. Jestem myśliwym, oswajam dzicz, liczę po mistrzowsku. Kto nie rozumie liczb, ten nie rozumie śmierci. Dla kogoś takiego śmierć jest równie niepojęta jak dla zwierzęcia. Dotyczy to choćby Buszmenów – ich język nie zna procesu liczenia. Narzędziem przetrwania w głuszy jest strzelba, choć broni potrzebujemy raczej w sensie metafizycznym niż materialnym. Tubylcze plemiona przeżyły bez strzelb. Ja również mógłbym żyć w dziczy uzbrojony jedynie w łuk i strzały, gdybym się nie obawiał, że w takim razie nie za- bije mnie głód, lecz ta sama choroba ducha, która sprawia, że pawian w klatce robi pod siebie. Teraz, wyposażeni w strzelby, tubylcy są skazani na zagładę – nie od kul, ale dlatego że pożądając tej broni, zerwą więź z dziczą. Każdy obszar, gdzie kroczę ze strzelbą, odcina się od przeszłości i wiąże z przyszłością.
Estoy intentando no perder el rumbo. Estoy intentando mantener la sensación de necesidad. La sensación de necesidad es lo que me impide abandonarme. Sentada aquí entre toda esta belleza, o incluso sentada en casa entre mis cosas, apenas me parece posible creer que estoy completamente rodeada de una zona de muerte y degradación. Me parece una pesadilla. Algo me oprime y me golpea desde dentro. Intento no hacer caso, pero insiste. Cedo un centímetro y me oprime más. Me rindo con gusto y la vida vuelve a ser normal. Me rindo con gusto a la normalidad. Me revuelco en ella. Pierdo la vergüenza, me vuelvo tan desvergonzada como una niña. Una falta de vergüenza que resulta vergonzosa: no la puedo olvidar, no puedo soportar el recuerdo. Por eso tengo que mantener el control y no apartarme del camino de otra forma estaría perdida. ¿Lo entiende? Vercueil se ha inclinado sobre el volante como si tuviera problemas de vista. Él, con su vista de águila. ¿Acaso importaba que no lo entendiera? -Es como intentar dejar el alcohol -he insistido-. Uno lo intenta y lo intenta, lo intenta siempre, pero en el fondo sabe desde el principio que va a recaer. Y ese conocimiento íntimo alberga una vergüenza, una vergüenza tan cálida, tan privada, tan reconfortante que acaba trayendo consigo más vergüenza. Parece que no hay límite para la vergüenza que puede sentir un ser humano. (…) – Una vez le conté una historia sobre mi madre -he dicho finalmente, intentando hablar en tono más suave-. Sobre cómo cuando era niña se quedó en la oscuridad sin saber qué estaba pasando por encima de ella, las ruedas de la carreta o las estrellas. «Toda mi vida me he aferrado a esa historia. Si todos tenemos una historia que nos contamos a nosotros mismos sobre quiénes somos y de dónde venimos, entonces ésa es mi historia. Esa es la historia que elijo, o la historia que me ha elegido a mí. Es de ahí de donde vengo, es ahí donde empiezo. «Usted me pregunta si quiero seguir con la excursión. Si fuera posible de verdad, le sugeriría que fuéramos hasta cabo Oriental, a las montañas Outeniqua a ese parador que hay en lo alto del puerto de Prince Alfred’s. Incluso le diría: «Deje los mapas, conduzca hacia el norte y el este siguiendo el sol, yo ya reconoceré el sitio cuando lleguemos: el parador, nuestro punto de partida, el sitio del ombligo, el sitio donde me uno al mundo. Déjeme aquí, en lo alto del puerto de montaña, y váyase usted con el coche, déjeme esperando a que lleguen la noche y las estrellas y a que eche a rodar el vagón fantasmal». «Pero lo cierto es que, con o sin mapas, ya no puedo encontrar el lugar. ¿Por qué? Porque he perdido una parte del deseo. Hace un año o hace un mes habría sido distinto. Un deseo, tal vez el deseo más profundo que he sido capaz de tener, habría fluido de mí hacia ese único lugar en la tierra, guiándome. «Esta es mi madre», habría dicho yo, arrodillada allí. «Esto es lo que me da la vida.» Un terreno sagrado, no como una tumba, sino sagrado en el mismo sentido que el lugar de una resurrección: una resurrección eterna propiciada por la tierra. «Ahora el deseo, eso que también se puede llamar amor, me ha abandonado. Ya no amo a esta tierra. Así de simple. Soy como un hombre castrado. Castrado en la madurez. Intento imaginar cómo es la vida de un hombre al que le hayan hecho eso. Lo imagino viendo cosas que antes amaba, sabiendo por sus recuerdos que debería seguir amándolas, pero incapaz ya de restablecer ese amor. El amor: ¿qué era eso?, se diría a sí mismo, tanteando en su memoria en busca del antiguo sentimiento. Pero ahora lo único que encontraría sería una llanura, una quietud, una calma. Algo que yo tenía antes ha sido traicionado, pensaría, y se concentraría, intentando sentir esa traición en toda su intensidad. Pero no habría intensidad. La intensidad habría abandonado todas las cosas. En su lugar sentiría un impulso, suave pero continuo, hacia el estupor y la indiferencia. Indiferente, se diría a sí mismo, pronunciando en voz alta esa palabra afilada, y extendería una mano para palpar su filo. Pero también en ese momento habría un desdibujamiento, una pérdida de filo. Todo se aleja, pensaría. En una semana, en un mes, me habré olvidado de todo, me contaré entre los comedores de lotos, aislado, a la deriva. Por última vez intentaría sentir el dolor de ese aislamiento, pero lo único que podría lograr sería una tristeza pasajera. «No sé si estoy siendo lo bastante clara, señor Vercueil. Hablo de decisión, de intentar mantener la decisión y fracasar. Lo confieso, me estoy ahogando. Estoy sentada aquí a su lado y me estoy ahogando. (…) cuando camino por este país, por Sudáfrica, tengo cada vez más la sensación de estar caminando sobre caras negras. Están muertas, pero sus espíritus no las han abandonado. Están acostadas, densas y atrapadas, esperando que pasen mis pies, esperando que me vaya, esperando para levantarse otra vez. Millones de lingotes flotando bajo la piel de la tierra. La edad de hierro esperando el momento de volver. «Usted cree que estoy angustiada pero que me recuperaré. Lágrimas fáciles, piensa, lágrimas sentimentales, que vienen y se van. Bueno, es cierto, he estado angustiada en el pasado, he imaginado que nada podría ser peor, y luego han llegado cosas peores, como pasa siempre, y lo he superado, o eso parece. Pero ¡ése es el problema! Para no quedarme paralizada de vergüenza he tenido que pasarme la vida superando lo peor. Lo que ya no puedo superar es esa forma de superar las cosas. Si supero esto de ahora, ya no volveré a tener ocasión de no superar algo. A fin de poder resucitar no debo superar lo que pasa ahora.
Fotografía y cuadro de Gerhard Richter; dibujo de William Kentridge
Tłum. Anna Mysłowska
wiek żelaza
Robię, co mogę, żeby pamiętać o postanowieniu. Staram się nie zapominać o potrzebie pośpiechu. Zawodzi mnie właśnie ta świadomość. Siedząc tu wśród piękna przyrody, czy nawet w domu otoczona własnymi przedmiotami, nie mogę uwierzyć, że znajduję się w strefie zabijania i degradacji. Wydaje mi się, że to zły sen. Ale coś naciska, trąca mnie łokciem. Udaję, że nie zauważam, bez skutku, domaganie się trwa. Ustępuję na centymetr, wtedy jeszcze się wzmaga. Z ulgą poddaję się i natychmiast życie znów płynie normalnie. Ja także odzyskuję pogodę ducha. Wprost tarzam się w zwykłej codzienności. Tracę poczucie upokorzenia, staję się bezwstydna jak dziecko. Zostaje wstyd z powodu bezwstydu, tego nie potrafię ani zapomnieć, ani cierpliwie znosić. Dlatego muszę się trzymać w garści i pilnować raz obranej drogi. W przeciwnym razie jestem zgubiona. Rozumiesz? Vercueil skulił się nad kierownicą jak ktoś, kto ma zły wzrok. On, z tymi oczami jastrzębia. Czy ma jakieś znaczenie to, że on rozumie lub nie? – Można to porównać do prób zerwania z alkoholem – mówiłam dalej. – Próbuje się i próbuje, ciągle się próbuje, ale od początku przeczucie mówi, że człowiek się będzie staczał coraz niżej. Poniżenie, jakiego się doznaje, ukrywając swoją tajemnicę, jest tak dotkliwe, tak żałosne i dogłębne, że pociąga za sobą falę innych powodów do wstydu. „Wydaje się, że jest nieograniczona ilość pobudek, które skłaniają człowieka do wstydu. (…) Opowiadałam ci kiedyś pewną historię o mojej matce – odezwałam się w końcu, próbując mówić łagodniejszym tonem. – O tym, że kiedy była małą dziewczynką, leżała w ciemnościach, nie wiedząc, co się nad nią przetacza, koła wozu czy gwiazdy. Trzymam się tej historii przez całe życie. Jeżeli istotnie każdy z nas ma jakąś opowieść, z którą się identyfikuje, która mu podpowiada, kim jest i skąd pochodzi, to to jest właśnie moja opowieść. Wybrałam ją albo ona wybrała mnie. Z niej się wywodzę i w niej zaczyna się moje życie. Pytasz, czy mam ochotę na dalszą przejażdżkę. Gdyby to było możliwe, proponowałabym, żebyśmy pojechali do Eastern Cape, do Outeniqua Mountains, do tego postoju na szczycie Prince Alfred’s Pass. Albo, jeszcze lepiej, odłóż mapy i jedź według słońca na północny wschód. Rozpoznam to miejsce, kiedy tam dojedziemy, postój, miejsce, z którego wyruszyli, miejsce, gdzie przyszłam na świat. Tam mnie wysadzisz, na przełęczy, i odjedziesz. Zostanę tam, czekając na noc i gwiazdy, na wóz-widmo, który przetoczy się, chwiejąc się na boki. Prawdą jest jednak, że z mapą czy bez niej już nie mogę znaleźć tego miejsca. Dlaczego? Bo gdzieś ulotnił się mój zapał. Rok czy nawet jeszcze miesiąc temu byłoby inaczej. Pragnienie, prawdopodobnie największe, na jakie mnie stać, zawsze skupiało się na tym miejscu na ziemi, było dla mnie drogowskazem. To jest moja matka, powiedziałabym, klękając tam. To jest źródło mojego życia. Ziemia święta, święta nie jako grób, ale miejsce zmartwychwstania, wyzwolenia od świata. Teraz to pragnienie, które można także nazwać miłością, zgasło – mówiłam dalej. – Razem z nim moja miłość do tego miejsca. To całkiem proste. Przypominam wykastrowanego mężczyznę, wykastrowanego w wieku dojrzałym. Próbuję sobie wyobrazić, jak wygląda jego życie po takim zabiegu. Wyobrażam sobie, co może czuć, patrząc na wszystko, co przedtem kochał. Zachował pamięć i wie, że powinien kochać nadal, ale już nie jest w stanie zdobyć się na miłość, kochać dla samego kochania. Miłość, co to takiego, czym była miłość?, pyta sam siebie, szukając w pamięci wspomnienia dawnego uczucia. Ale teraz wszystko wydaje się bezbarwne, nijakie, beznamiętne. Dopuściłem się zdrady, rozmyśla, skupia się, próbując odtworzyć uczucie towarzyszące zdradzie, przeniknąć do samej jej istoty, treści. Ta się jednak ulotniła. Zniknął sens wszystkiego. Zostało wewnętrzne rozdarcie, delikatne, niemniej popychające w kierunku obojętności, samotności. Obojętny, powtarza sobie. Wymawiając to ostre, deprymujące słowo, chciałby go dosięgnąć, żeby sprawdzić jego wyrazistość. Nie dopuszcza niestety do niego mglistość brzmienia i własna bierność. Wszystko zaciera się w pamięci, za tydzień, za miesiąc zapomni o wszystkim, znajdzie się w gronie sybarytów i samotników żyjących z dnia na dzień. Po raz ostatni będzie próbował przeżyć ból osamotnienia, ale ta próba sprowadzi się do przelotnego uczucia smutku. Nie wiem, czy wyrażam się dość jasno, Vercueil. Mówię o determinacji, o próbie trzymania się swojego postanowienia i o mojej porażce. Przyznaję się, ja tonę. Siedzę tu obok ciebie i tonę. (…) Powiem ci, że kiedy kręcę się tu i tam po tym kraju, tej Afryce Południowej, narasta we mnie uczucie, że stąpam po czarnych twarzach. Ci ludzie nie żyją, ale dusze ich nie opuściły. Leżą tam ciężcy i zatwardziali, czekają na moje przechodzące po nich stopy, czekają, żebym sobie poszła, czekają, żeby znowu powstać. Miliony postaci z żelaza przesuwa się pod skorupą ziemi. Wiek żelaza czeka na swój powrót. Myślisz, że jestem smutna, ale to mi wnet przejdzie. Łatwe łzy, łzy wzruszenia, dzisiaj są, jutro już po nich. No cóż, to prawda, byłam smutna, nie wyobrażałam sobie, że może się stać coś jeszcze gorszego. Tymczasem to gorsze przyszło, jak zawsze niezawodne, a ja musiałam jakoś dojść do siebie. W tym tkwi cały problem! Żeby nie poddać się paraliżującemu uczuciu upokorzenia, muszę żyć z umiejętnością ustawicznego radzenia sobie. Tym, czego nie mogę przezwyciężyć, jest umiejętność przezwyciężania. Jeżeli dojdę do siebie tym razem, nigdy już nie zdarzy mi się sytuacja, z którą sobie nie poradzę. Więc dla ratowania samej siebie nie mogę przejść nad tym do porządku dziennego.
Age of Iron
‘I am trying my best not to lose direction. I am trying to keep up a sense of urgency. A sense of urgency is what keeps deserting me. Sitting here among all this beauty, or even sitting at home among my own things, it seems hardly possible to believe there is a zone of killing and degradation all around me. It seems like a bad dream. Something presses, nudges inside me. I try to take no notice, but it insists. I yield an inch; it presses harder. With relief I give in, and life is suddenly ordinary again. With relief I give myself back to the ordinary. I wallow in it. I lose my sense of shame, become shameless as a child. The shamefulness of that shamelessness: that is what I cannot forget, that is what I cannot bear afterwards. That is why I must take hold, of myself, point myself down the path. Otherwise I am lost. Do you understand?’ Vercueil crouched over the wheel like someone with poor eyesight. He of the hawk’s-eye. Did it matter if he did not understand? ‘It is like trying to give up alcohol,’ I persisted. ‘Trying and trying, always trying, but knowing in your bones from the beginning that you are going to slide back. There is a, shame to that private knowledge, a shame so warm, so intimate, so comforting that it brings more shame flooding with it. There seems to be no limit to the shame a human being can feel. (…) I told you a story once about my mother,’ I said at last, trying to speak more softly. ‘About how when she was a little girl she lay in the dark not knowing what was rolling over her, the wagon-wheels or the stars. ‘I have held on to that story all my life. If each of us has a story we tell to ourself about who we are and where we come from, then that Is my story. That is the story I choose, or the story that has chosen me. It Is there that I come from, it is there that I begin. ‘You ask whether I want to go on driving. If it were practically possible, I would suggest that we drive to the Eastern Cape, to the Outeniqua Mountains, to that stopping-place at the top of Prince Alfred’s Pass. I would even say, Leave maps behind, drive north and east by the sun, I will recognize It when we come to it: the stopping-place, the starting-place, the place of the navel, the place where I join the world. Drop me off there, at the top of the pass, and drive away, leaving me to wait for the night and the stars and the ghostly wagon to come rolling over. ‘But the truth is, with or without maps, I can no longer find the place. Why? Because a certain desire has gone from me. A year ago or a month ago it would have been different. A desire, perhaps the deepest desire I am capable of, would have flowed from me toward that one spot of earth, guiding me. This is my mother, I would have said, kneeling there: this is what gives life to me. Holy ground, not as a grave but as a place of resurrection is holy: resurrection eternal out of the earth. ‘Now that desire, which one may as well call love, is gone from me. I do not love this land any more. It Is as simple as that. I am like a man who has been castrated. Castrated in maturity, I try to imagine how life is for a man to whom that has been done. I imagine him seeing things he has loved before, knowing from memory that he ought still to love them, but able no longer to summon up the love itself. Love: what was that? he would say to himself, groping in memory for the old feeling. But about everything there would now be a flatness, a stillness, a calmness. Something I once had has been betrayed, he would think, and concentrate, trying to feel that betrayal in all its keenness. But there would be no keenness. Keenness would be what would be gone from everything. Instead he would feel a tug, light but continual, toward stupor, detachment. Detached, he would say to himself, pronouncing the sharp word, and he would reach out to test its sharpness. But there too a blurring, a blunting would have intervened. All is receding, he would think; in a week, In a month I will have forgotten everything, I will be among the lotus-eaters, separated, drifting. For a last time he would try to feel the pain of that separation, but all that would come to him would be a fleeting sadness. ‘I don’t know whether I am being plain enough, Mr Vercueil. I am talking about resolve, about trying to hold on to my resolve and failing. I confess, I am drowning, I am sitting here next to you and drowning.’ (…) Let me tell you, when I walk upon this land, this South Africa, I have a gathering feeling of walking upon black faces. They are dead but their spirit has not left them. They lie there heavy and obdurate, waiting for my feet to pass, waiting for me to go, waiting to be raised up again. Millions of figures of pig-iron floating under the skin of the earth. The age of iron waiting to return. ‘You think I am upset but will get over it. Cheap tears, you think, tears of sentiment, here today, gone tomorrow. Well, it is true, I have been upset in the past, I have imagined there could be no worse, and then the worse has arrived, as it does without fail, and I have got over it, or seemed to. But that is the trouble! In order not to be paralyzed with shame I have had to live a life of getting over the worse. What I cannot get over any more is that getting over. If I get over it this time I will never have another chance not to get over it. For the sake of my own resurrection I cannot get over it this time.’
Para celebrar la entrada en vigor la ley que reconoce a los animales como “seres sintientes”:
Trad. Javier Calvo
Elizabeth Costello
Quiero encontrar una forma de dirigirme a mis congéneres humanos que no resulte acalorada sino serena, que no sea polémica sino filosófica, que aporte luz en vez de intentar dividirnos en justos y pecadores, en salvados y condenados, en ovejas y cabras. »Sé que tengo ese lenguaje a mi disposición. Es el lenguaje de Aristóteles y Porfirio, de san Agustín y santo Tomás, de Descartes y Bentham, de Mary Midgley y Tom Regan. Es un lenguaje filosófico con el que podemos discutir y debatir qué clase de alma tienen los animales, si tienen conciencia o si, al contrario, son autómatas biológicos. Si tienen derechos que debamos respetar o solamente tenemos obligaciones hacia ellos. Tengo ese lenguaje a mi disposición, y ciertamente voy a recurrir a él durante un rato. Pero lo cierto es que, si ustedes hubieran querido que alguien viniera y les planteara una distinción entre almas mortales e inmortales, o entre derechos y obligaciones, habrían llamado a un filósofo y no a una persona cuya única razón para reclamar su atención es haber escrito historias sobre gente inventada. »Podría apoyarme en ese lenguaje, como ya he dicho, solamente de una forma poco original y prestada que sería lo mejor que puedo conseguir. Podría decirles, por ejemplo, lo que pienso del argumento de santo Tomás según el cual, como solamente el hombre está hecho a imagen de Dios y participa del ser de Dios, no importa cómo tratemos a los animales salvo por el hecho de que ser crueles con los animales puede acostumbrarnos a ser crueles con los hombres. Podría preguntar qué es para santo Tomás el ser de Dios, a lo que él respondería que el ser de Dios es la razón. El universo está construido sobre la razón. Dios es un dios de razón. El hecho de que mediante la aplicación de la razón podamos llegar a entender las leyes que rigen el universo demuestra que la razón y el universo comparten el mismo ser. Y el hecho de que los animales, que carecen de razón, no puedan entender el universo sino que únicamente puedan seguir sus leyes a ciegas demuestra que, a diferencia del hombre, forman parte de él pero no son parte de su ser: que el hombre es divino y los animales son cosas. »Incluso Immanuel Kant, de quien yo habría esperado algo mejor, se muestra cobarde al tocar esta cuestión. Ni siquiera Kant desarrolla, en relación a los animales, las implicaciones de su idea de que la razón tal vez no constituya el ser del universo sino al contrario, simplemente el ser del cerebro humano. »Incluso Immanuel Kant, de quien yo habría esperado algo mejor, se muestra cobarde al tocar esta cuestión. Ni siquiera Kant desarrolla, en relación a los animales, las implicaciones de su idea de que la razón tal vez no constituya el ser del universo sino al contrario, simplemente el ser del cerebro humano. »Y ese, ya lo ven, es mi dilema de esta tarde. Tanto la razón como siete décadas de experiencia vital me dicen que la razón no constituye ni el ser del universo ni el ser de Dios. Al contrario, tengo la sospecha de que la razón viene a constituir el ser del pensamiento humano. Y peor todavía, el ser de una sola tendencia del pensamiento humano. La razón constituye el ser de cierto espectro del pensamiento humano. Y de ser así, si eso es lo que creo, ¿por qué tengo que rendirme ante la razón esta tarde y contentarme con adornar el discurso de los viejos filósofos? (…) Hay un filósofo llamado Thomas Nagel continúa Elizabeth Costello que plantea una pregunta que ya se ha hecho bastante famosa en los círculos profesionales: ¿Cómo es ser un murciélago? »El mero hecho de imaginar cómo debe de ser vivir como un murciélago, dice el señor Nagel (imaginar el hecho de pasarse la noche volando y atrapando insectos con la boca, guiándose por el sonido en vez de por la vista, y pasarse el día colgado boca abajo) no basta, porque lo único que eso nos dice es cómo sería comportarse como un murciélago. Mientras que lo que realmente intentamos saber es cómo es ser un murciélago, tal como lo son los murciélagos mismos. Y eso no lo podremos saber nunca porque nuestras mentes no son aptas para la tarea. No tenemos mente de murciélagos. »Nagel me parece un hombre inteligente y dotado de cierta compasión. Incluso tiene sentido del humor. Pero su refutación de la posibilidad de que podamos saber cómo es ser alguien distinto a quienes somos me parece trágicamente restrictiva. Restrictiva y restringida. Para Nagel, un murciélago es una criatura fundamentalmente ajena, tal vez no tan ajena como un marciano pero ciertamente más ajena que un congénere humano . (….) Y yo pregunto ahora: si somos capaces de pensar en nuestra muerte, ¿por qué demonios no íbamos a ser capaces de llegar a pensar en la vida de un murciélago? »¿Cómo es ser un murciélago? Antes de contestar una pregunta así, sugiere Nagel, necesitamos poder experimentar la vida de un murciélago a través de las modalidades sensoriales de un murciélago. Pero se equivoca. O por lo menos nos está desencaminando. Ser un murciélago vivo es ser en plenitud. Ser totalmente murciélago es como ser totalmente humano, lo cual también es ser en plenitud. Tal vez sea ser murciélago en el primer caso y ser humano en el segundo, pero eso son consideraciones secundarias. Ser en plenitud es vivir como cuerpo-alma. Un nombre para la experiencia de ser en plenitud es «goce». »Estar vivo es ser un alma con vida. Un animal, y todos somos animales, es un alma encarnada. Eso es precisamente lo que Descartes vio y, por sus propias razones, eligió negar. Un animal vive, dijo Descartes, igual que una máquina. Un animal no es más que el mecanismo que lo constituye. Si tiene alma, la tiene del mismo modo que una máquina tiene una batería: para darle la chispa que la pone en funcionamiento. Pero el animal no es un alma encarnada, y la cualidad de su ser no es el goce. »»Cogito, ergo sum» es otra de sus frases famosas. Se trata de una fórmula que siempre me ha incomodado. Implica que un ser vivo que no haga lo que nosotros llamamos pensar viene a ser de segunda clase. Al hecho de pensar, al raciocinio, le opongo la plenitud, la encarnación, la sensación de ser. No la conciencia de uno mismo como una especie de máquina fantasmal pensante que lleva a cabo razonamientos, sino al contrario, la sensación, una sensación fuertemente afectiva, de ser un cuerpo con miembros que se extienden en el espacio, que están vivos para el mundo. Esta plenitud contrasta severamente con el estado clave de Descartes, que da una sensación de vacío: la sensación de un guisante rodando dentro de una concha. »La plenitud de ser es un estado difícil de sostener cuando se está encerrado. Estar encerrado en una cárcel es la forma de castigo que prefiere Occidente y que hace lo posible para imponer al resto del mundo mediante la condena de otras formas de castigo (el apaleamiento, la tortura, la mutilación y la ejecución) igual de crueles y antinaturales. ¿Qué nos sugiere eso sobre nosotros mismos? A mí me sugiere que la libertad del cuerpo para moverse en el espacio es colocada en el punto de mira como el estado en que la razón puede dañar el ser ajeno de forma más dolorosa y eficaz. Y ciertamente es en las criaturas menos capacitadas para soportar el encierro (criaturas que se ajustan menos a la imagen cartesiana del guisante encerrado en una concha, al que le da igual que lo encierren otra vez) donde vemos sus efectos más devastadores: en los zoos, en los laboratorios y en las instituciones donde no hay lugar para el flujo de goce que deriva de vivir no en un cuerpo ni como un cuerpo, sino del mero hecho de vivir como ser encarnado. »La pregunta a hacerse sería: ¿tenemos algo en común (razón, autoconciencia, alma) con el resto de animales? (Con el corolario de que, de no ser así, entonces tenemos derecho a tratarlos como queramos, a encarcelarlos, a matarlos y a deshonrar sus cadáveres.) Regreso a los campos de exterminio. El horror específico de los campos, el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo. La gente dijo: «Son ellos los que pasan en esos vagones de ganado». La gente no dijo: «¿Cómo sería si yo fuera en ese vagón de ganado?». La gente no dijo: «Soy yo el que estoy en el vagón de ganado». La gente dijo: «Deben de ser los muertos a quienes están quemando hoy, que apestan el aire y hacen que me caiga ceniza sobre los repollos». La gente no dijo: «¿Cómo sería si me estuvieran quemando a mí?». La gente no dijo: «Me quemo, estoy cayendo en forma de ceniza». »En otras palabras, cerraron los corazones. El corazón es la sede de una facultad, la compasión, que a veces nos permite compartir el ser ajeno. La compasión tiene todo que ver con el sujeto y muy poco con el objeto, con el «otro», como vemos de inmediato cuando pensamos en el objeto no como un murciélago («¿Puedo compartir el ser de un murciélago?»), sino como otro ser humano. Hay gente que tiene la capacidad de imaginarse como otra persona y hay gente que no la tiene (cuando esa carencia es extrema, los llamamos psicópatas). Y hay gente que tiene esa capacidad pero decide no ponerla en práctica. »A pesar de Thomas Nagel, que probablemente sea un buen hombre, a pesar de santo Tomás de Aquino y de René Descartes, con quienes tengo más dificultades para simpatizar, no hay límites a la medida en que podemos ponernos en la piel de otro ser. La imaginación compasiva no tiene topes.
Chciałabym znaleźć taki sposób przemawiania do bliźnich, żeby zachowywali spokój, a nie gorączkowali się niepotrzebnie, żeby podchodzili do zagadnienia raczej filozoficznie niż polemicznie, żeby przyniosło to iluminację, a nie pogłębiało podziały na prawych i grzeszników, zbawionych i potępionych, owce i kozły. Potrafię posługiwać się takim językiem, wiem o tym. Jest to język Arystotelesa i Porfiriusza, Augustyna i Tomasza z Akwinu, Kartezjusza i Benthama, a ze współczesnych Mary Midgley i Toma Regana. To język filozoficzny, w którym możemy dyskutować i debatować o tym, jakie dusze mają zwierzęta, czy rozumują, czy przeciwnie — działają jak biologiczne automaty, czy mają jakieś prawa w stosunku do nas, czy też tylko my mamy obowiązki wobec nich. Potrafię przemawiać takim językiem i za chwilę się nim posłużę. Ale prawdę mówiąc, jeśli chcieliście, żeby przyjechał tu ktoś, kto pokaże wam różnicę pomiędzy śmiertelnymi i nieśmiertelnymi duszami czy między prawami i obowiązkami, to powinniście byli zaprosić filozofa, a nie osobę, której jedynym tytułem do zabierania wam czasu jest to, że pisze wymyślone historie o wymyślonych ludziach. Jak powiedziałam, mogę się posługiwać tym językiem w mało oryginalny, wtórny sposób, bo tylko tak potrafię. Mogłabym na przykład powiedzieć, co sądzę o argumencie świętego Tomasza, że ponieważ tylko człowiek stworzony jest na obraz i podobieństwo Boga i zamieszkuje w Bogu, to to, jak traktujemy zwierzęta, ma znaczenie tylko o tyle, o ile bycie okrutnym wobec zwierząt może nas przyzwyczaić do okrucieństwa wobec ludzi. Mogłabym spytać, co rozumie święty Tomasz przez esencję boskości, na co odpowiedziałby, że boskość to rozum. Podobnie jak mówił Platon, jak mówił Kartezjusz, tyle że innymi słowami. Wszechświat opiera się na rozumie. Bóg jest Bogiem rozumu. To, że dzięki rozumowi możemy pojąć zasadę, na jakiej opiera się wszechświat, dowodzi, że rozum i wszechświat są w swej istocie jednością. A to, że zwierzęta, nie mając rozumu, nie mogą zrozumieć wszechświata, ale muszą ślepo przestrzegać jego reguł, dowodzi, że w odróżnieniu od człowieka, choć są częścią wszechświata, nie są częścią jego istoty: człowiek jest stworzony na podobieństwo Boga, zwierzęta na podobieństwo rzeczy. Nawet Immanuelowi Kantowi, po którym spodziewałabym się, naprawdę czegoś lepszego, zabrakło w tym miejscu odwagi. Nawet Kant nie bada, uwzględniając sprawę zwierząt, implikacji swego przeczucia, że rozum może nie być esencją wszechświata, lecz przeciwnie, jedynie esencją ludzkiego mózgu. I to, proszę państwa, jest moim dylematem dzisiejszego popołudnia. Zarówno rozum, jak siedem dziesiątków lat życiowego doświadczenia podpowiadają mi, że rozum nie jest ani esencją wszechświata, ani esencją Boga. Wprost przeciwnie, rozum wygląda mi podejrzanie, podobnie jak istota myśli ludzkiej, a nawet gorzej, jak istota jednej tendencji w ludzkim myśleniu. Rozum jest pewnym widmem ludzkiego myślenia. I jeśli tak jest, jeśli takie właśnie panuje przekonanie, to dlaczego miałabym chylić dziś głowę przed rozumem i zadowalać się haftowaniem na kanwie dyskursu starych filozofów? (…) — Jest taki filozof nazwiskiem Thomas Nagel — kontynuuje Elizabeth Costello. — Postawił on pytanie, które stało się sławne w kręgach profesjonalistów: Jak to jest, kiedy się jest nietoperzem? Samo wyobrażenie o tym, jak to jest żyć życiem nietoperza, powiada Nagel — wyobrażenie sobie, jak spędzamy noce, latając dookoła i łapiąc owady, posługując się słuchem zamiast wzroku, jak wisimy całymi dniami głową w dół — to za mało, bo w ten sposób dowiadujemy się tylko, jak to jest, gdy zachowujemy się jak nietoperz. A tymczasem my mamy ambicję dowiedzieć się, jak to jest b y ć nietoperzem, tak jak jest nim nietoperz. A to nie uda nam się nigdy, bo nasze umysły nie są przystosowane do takich zadań — nasze umysły nie są umysłami nietoperzy. Nagel zwrócił moją uwagę jako inteligentny, niepozbawiony wrażliwości człowiek. Obdarzony nawet pewnym poczuciem humoru. Ale jego twierdzenie, że nie możemy sobie wyobrazić, jak to jest być czymś innym niż my sami, wydało mi się tragicznie ograniczające, ograniczające i ograniczone. Dla Nagela nietoperz jest stworzeniem z gruntu obcym, może nie tak obcym jak Marsjanin, ale na pewno bardziej obcym niż którykolwiek z naszych bliźnich. (…) A teraz pytam: Jeśli potrafimy wczuć się we własną śmierć, dlaczego, na Boga, nie mielibyśmy umieć się wczuć w życie nietoperza? Jak to jest być nietoperzem? Zanim będziemy mogli odpowiedzieć sobie na to pytanie, sugeruje Nagel, musimy być zdolni doświadczyć życia nietoperza przez doświadczenie zmysłowego trybu jego istnienia. Ale Nagel się myli, a w każdym razie kieruje nas na fałszywy trop. Być żyjącym nietoperzem to pełnia istnienia; bycie w pełni nietoperzem jest jak bycie w pełni człowiekiem, co oznacza także pełnię bytu w ogóle. Bytu nietoperza w pierwszym wypadku, ludzkiego — w drugim, ale to są sprawy drugorzędne. Być w pełni to żyć jako jednia duszy i ciała. Jednym z imion takiej pełni istnienia jest radość. Być żywym to znaczy mieć żywą duszę. Zwierzę — a jesteśmy wszyscy zwierzętami — jest duszą w cielesnej powłoce. To dokładnie widział Kartezjusz i z tylko sobie znanych powodów zdecydował się to zanegować. Zwierzę żyje, powiedział Kartezjusz, tak jak żyje maszyna. Zwierzę jest niczym więcej jak zespołem mechanizmów, które się na nie składają; jeśli ma duszę, to ma ją tak, jak maszyna ma baterię, która daje iskrę zapłonu, ale zwierzę nie jest duszą w ciele i cechą jego istnienia nie jest radość. Wypowiedział także słynne zdanie Cogito ergo sum. Jest to formuła, która nigdy mi się nie podobała. Sugeruje ona, że żywa istota, która nie robi tego, co nazywamy myśleniem, jest jakby istotą drugiej klasy. Przeciwstawiam temu pełnię, cielesność, doznanie esencji — nie świadomość siebie jako czegoś w rodzaju upiornej rozumnej maszyny, która wytwarza myśli, ale przeciwnie, doznanie intensywnie emocjonalne doznanie — bycia ciałem z członkami, które mają swe przedłużenie w kosmosie, bycia żywym dla świata. Ta pełnia, kontrastuje ostro z kluczowym stwierdzeniem Kartezjusza, które ma w sobie jakąś pustkę: jest jak groszek grzechoczący w strąku. Pełnia istnienia jest stanem, którego trudno doświadczyć w zamknięciu. Umieszczenie w więzieniu jest formą kary, którą preferuje Zachód, i stara się, jak może, narzucić ją reszcie świata, potępiając inne formy kary (bicie, torturowanie, okaleczanie, egzekucje) jako okrutne i przeciwne naturze. Co nam to mówi o nas samych? Według mnie sugeruje to, że swoboda poruszania się żywej istoty w przestrzeni skupia na sobie uwagę jako to, w co rozum może najboleśniej i najskuteczniej ugodzić tę istotę. I to właśnie wśród stworzeń najciężej znoszących uwięzienie — tych, które najmniej pasują do Kartezjuszowskiego obrazu duszy jako groszku w strąku, co do którego pojęcie ponownego uwięzienia nie ma sensu — wśród tych stworzeń obserwujemy najbardziej niszczące skutki: w ogrodach zoologicznych, w laboratoriach, w instytucjach, gdzie radość z życia, nie życia „w ciele” ani „jako ciało”, ale po prostu z bycia ucieleśnioną esencją, nie istnieje. Pytanie nie powinno zatem brzmieć: Czy mamy coś wspólnego — rozum, samoświadomość, duszę — z innymi zwierzętami? (Z taką konkluzją, że skoro nie mamy, to możemy traktować zwierzęta, jak chcemy, więzić je, zabijać, bezcześcić ich martwe ciała). Wracam do obozów śmierci. Szczególna groza obozów, ich potworność, która decyduje o tym, że to, co się tam działo, było zbrodnią przeciw ludzkości, nie polega na tym, że pomimo współprzynależności do rodzaju ludzkiego oprawcy traktowali ofiary jak wszy. To byłoby zbyt abstrakcyjne. Groza polegała na tym, że oprawcy nie chcieli się psychicznie postawić na miejscu ofiar, jak to czynili wszyscy inni ludzie. Mówili: „W tych przejeżdżających z łoskotem bydlęcych wagonach są »oni«”. Nie zadali sobie pytania: „Jak by to było, gdybym to ja był w tym bydlęcym wagonie?”. Nie mówili: „To ja jestem w tym bydlęcym wagonie”. Mówili: „To pewnie przez te trupy, które palą dzisiaj, powietrze tak śmierdzi i na moje zagony kapusty spada popiół”. Nie mówili: „Jak by to było, gdybym to ja płonął?”. Nie mówili: „To ja płonę, ja opadam w postaci popiołu”. Innymi słowy, zamknęli swoje serca. Serce jest siedliskiem możliwości, współodczuwania, które pozwala nam czasami utożsamić się z innymi. Współodczuwanie ma ścisły związek z podmiotem i niewielki z przedmiotem, z „innym”, jak to dostrzegamy od razu, kiedy myślimy o tym przedmiocie nie jako o nietoperzu (czy mogę utożsamić się z nietoperzem?), ale jako o innej ludzkiej istocie. Są ludzie, którzy mają zdolność wyobrażania sobie siebie jako kogoś innego, i są ludzie, którzy tej zdolności nie mają (w wypadkach skrajnych nazywamy ich psychopatami), są też tacy, którzy posiadają tę zdolność, ale wolą jej nie uruchamiać. Wbrew twierdzeniom Thomasa Nagela, który jest prawdopodobnie poczciwym człowiekiem, wbrew Tomaszowi z Akwinu i Kartezjuszowi, z którymi trudniej mi się zgodzić, nie ma żadnych granic w psychicznym utożsamianiu się z innymi. Nie ma granic współodczuwającej wyobraźni.
Elizabeth Costello
I want to find a way of speaking to fellow human beings that will be cool rather than heated, philosophical rather than polemical, that will bring enlightenment rather than seeking to divide us into the righteous and the sinners, the saved and the damned, the sheep and the goats. ‘Such a language is available to me, I know. It is the language of Aristotle and Porphyry, of Augustine and Aquinas, of Descartes and Bentham, of, in our day, Mary Midgley and Tom Regan. It is a philosophical language in which we can discuss and debate what kind of souls animals have, whether they reason or on the contrary act as biological automatons, whether they have rights in respect of us or whether we merely have duties in respect of them. I have that language available to me and indeed for a while will be resorting to it. But the fact is, if you had wanted someone to come here and discriminate for you between mortal and immortal souls, or between rights and duties, you would have called in a philosopher, not a person whose sole claim to your attention is to have written stories about made-up people. ‘I could fall back on that language, as I have said, in the unoriginal, second-hand manner which is the best I can manage. I could tell you, for instance, what I think of St Thomas’s argument that, because man alone is made in the image of God and partakes in the being of God, how we treat animals is of no importance except insofar as being cruel to animals may accustom us to being cruel to men. I could ask what St Thomas takes to be the being of God, to which he will reply that the being of God is reason. Likewise Plato, likewise Descartes, in their different ways. The universe is built upon reason. God is a God of reason. The fact that through the application of reason we can come to understand the rules by which the universe works proves that reason and the universe are of the same being. And the fact that animals, lacking reason, cannot understand the universe but have simply to follow its rules blindly, proves that, unlike man, they are part of it but not part of its being: that man is godlike, animals thinglike. ‘Even Immanuel Kant, of whom I would have expected better, has a failure of nerve at this point. Even Kant does not pursue, with regard to animals, the implications of his intuition that reason may be not the being of the universe but on the contrary merely the being of the human brain. ‘And that, you see, is my dilemma this afternoon. Both reason and seven decades of life experience tell me that reason is neither the being of the universe nor the being of God. On the contrary, reason looks to me suspiciously like the being of human thought; worse than that, like the being of one tendency in human thought. Reason is the being of a certain spectrum of human thinking. And if this is so, if that is what I believe, then why should I bow to reason this afternoon and content myself with embroidering on the discourse of the old philosophers? (…) There is a philosopher named Thomas Nagel,’ continues Elizabeth Costello, ‘who poses a question that has become quite famous by now in professional circles: What is it like to be a bat? ‘Merely to imagine what it is like to live as a bat does, says Mr Nagel – to imagine spending our nights flying around catching insects in our mouths, navigating by sound instead of sight, and our days hanging upside down – is not good enough, because all that tells us is what it would be like to behave like a bat. Whereas what we really aspire to know is what it is like to be a bat, as a bat is a bat; and that we can never accomplish because our minds are inadequate to the task – our minds are not bats’ minds. ‘Nagel strikes me as an intelligent and not unsympathetic man. He even has a sense of humour. But his denial that we can know what it is to be anything but one of ourselves seems to me tragically restrictive, restrictive and restricted. To Nagel a bat is a fundamentally alien creature, not perhaps as alien as Martian but certainly more alien than any fellow human being (particularly, I would guess, were that human being a fellow academic philosopher). (…) Now I ask: if we are capable of thinking our own death, why on earth should we not be capable of thinking our way into the life of a bat? ‘What is it like to be a bat? Before we can answer such a question, Nagel suggests, we need to be able to experience bat life through the sense modalities of a bat. But he is wrong; or at least he is sending us down a false trail. To be a living bat is to be full of being; being fully a bat is like being fully human, which is also to be full of being. Bat being in the first case, human being in the second, maybe; but those are secondary considerations. To be full of being is to live as a body-soul. One name for the experience of full being is joy. ‘To be alive is to be a living soul. An animal – and we are all animals – is an embodied soul. This is precisely what Descartes saw and, for his own reasons, chose to deny. An animal lives, said Descartes, as a machine lives. An animal is no more than the mechanism that constitutes it; if it has a soul, it has one in the same way that a machine has a battery, to give it the spark that gets it going; but the animal is not an embodied soul, and the quality of its being is not joy. ‘“Cogito, ergo sum,” he also famously said. It is a formula I have always been uncomfortable with. It implies that a living being that does not do what we call thinking is somehow second-class. To thinking, cogitation, I oppose fullness, embodiedness, the sensation of being – not a consciousness of yourself as a kind of ghostly reasoning machine thinking thoughts, but on the contrary the sensation – a heavily affective sensation – of being a body with limbs that have extension in space, of being alive to the world. This fullness contrasts starkly with Descartes’ key state, which has an empty feel to it: the feel of a pea rattling around in a shell. ‘Fullness of being is a state hard to sustain in confinement. Confinement to prison is the form of punishment that the West favours and does its best to impose on the rest of the world through the means of condemning other forms of punishment (beating, torture, mutilation, execution) as cruel and unnatural. What does this suggest to us about ourselves? To me it suggests that the freedom of the body to move in space is targeted as the point at which reason can most painfully and effectively harm the being of the other. And indeed it is on creatures least able to bear confinement – creatures who conform least to Descartes’ picture of the soul as a pea imprisoned in a shell, to which further imprisonment is irrelevant – that we see the most devastating effects: in zoos, in laboratories, institutions where the flow of joy that comes from living not in or as a body but simply from being an embodied being has no place. ‘The question to ask should not be: Do we have something in common – reason, self-consciousness, a soul – with other animals? (With the corollary that, if we do not, then we are entitled to treat them as we like, imprisoning them, killing them, dishonouring their corpses.) I return to the death camps. The particular horror of the camps, the horror that convinces us that what went on there was a crime against humanity, is not that despite a humanity shared with their victims, the killers treated them like lice. That is too abstract. The horror is that the killers refused to think themselves into the place of their victims, as did everyone else. They said, “It is they in those cattle cars rattling past.” They did not say, “How would it be if it were I in that cattle car?” They did not say, “It is I who am in that cattle car.” They said, “It must be the dead who are being burned today, making the air stink and falling in ash on my cabbages.” They did not say, “How would it be if I were burning?” They did not say, “I am burning, I am falling in ash.” ‘In other words, they closed their hearts. The heart is the seat of a faculty, sympathy, that allows us to share at times the being of another. Sympathy has everything to do with the subject and little to do with the object, the “another”, as we see at once when we think of the object not as a bat (“Can I share the being of a bat?”) but as another human being. There are people who have the capacity to imagine themselves as someone else, there are people who have no such capacity (when the lack is extreme, we call them psychopaths), and there are people who have the capacity but choose not to exercise it. ‘Despite Thomas Nagel, who is probably a good man, despite Thomas Aquinas and René Descartes, with whom I have more difficulty in sympathizing, there is no limit to the extent to which we can think ourselves into the being of another. There are no bounds to the sympathetic imagination.
Más adelante, cuando subimos una loma, primero tratando de persuadir a los caballos y después obligándoles con empujones y tirones, nos encontramos de repente con ellos. Salen de unas rocas, de un barranco escondido, hombres montados en ponies de pelo largo, más de doce, vestidos con abrigos y gorras de piel de cabra, de rostro moreno, curtido, de ojos rasgados, bárbaros en carne y hueso en territorio propio. Me encuentro lo bastante cerca como para olerlos: sudor de caballo, humo, cuero semicurtido. Uno de ellos apunta a mi pecho con un mosquete muy antiguo casi tan largo como un hombre, con el soporte empernado cerca de la boca del cañón. Mi corazón deja de latir. (…) Los bárbaros se perfilan frente al cielo por encima de nuestras cabezas. Sólo se oye el latido de mi corazón, el jadeo de los caballos, el gemido del viento, ningún otro sonido. Hemos cruzado los límites del Imperio. No podemos tomar este momento a la ligera. Ayudo a la muchacha a desmontar. —Escucha atentamente —le digo—. Te conduciré a la cima de la loma para que hables con ellos. Coge los bastones, el terreno es poco firme, no hay otro camino para subir. Cuando hayas hablado con ellos puedes decidir lo que quieres hacer. Si quieres ir con ellos, si te conducen hasta tu familia, ve con ellos. Si decides volver con nosotros puedes volver con nosotros. ¿Lo entiendes? No te quiero forzar. Asiente con la cabeza. Está muy nerviosa. Rodeándola con un brazo la ayudo a subir la pedregosa loma. Los bárbaros no se mueven. Cuento tres mosquetes de cañón largo; además llevan los arcos cortos que ya conozco. Cuando alcanzamos la cima retroceden un poco. —¿Los ves? —le digo jadeando. Vuelve la cabeza de esa manera extraña e indiferente. —No muy bien —contesta. —Ciega: ¿cómo se dice ciega? Me lo dice. Me dirijo a los bárbaros. —Ciega —digo, tocándome los párpados. No contestan. El arma apoyada entre las orejas del poney todavía me apunta. Los ojos de su dueño brillan de alegría. El silencio se prolonga. —Háblales —le digo—. Diles por qué estamos aquí. Cuéntales tu historia. Cuéntales la verdad. Me mira de refilón y esboza una sonrisa. —¿Seguro que quiere que les cuente la verdad? —Cuéntales la verdad. ¿Qué otra cosa puedes contar? La sonrisa no abandona sus labios. Mueve la cabeza, no dice nada. —Diles lo que quieras. Sólo que, ahora que te he traído hasta donde me era posible, quiero pedirte claramente que regreses al pueblo conmigo. Por tu propia voluntad —le agarro el brazo—. ¿Me comprendes? Eso es lo que quiero. —¿Por qué? —la palabra sale de sus labios con una suavidad mortal. Sabe que me confunde, me ha confundido desde el principio. El hombre del arma avanza despacio hasta colocarse a nuestro lado. Ella niega con la cabeza—. No. No quiero regresar a ese lugar. (…) Sus compañeros han desmontado pero él todavía está sobre el caballo, con el viejo y enorme mosquete sujeto con una correa a su espalda. Estribos, silla, bridas, riendas: no son de metal sino de hueso y madera endurecida al fuego cosidos con tripa, amarrados con correas. Cuerpos cubiertos con lana y pieles de animales y alimentados desde la infancia con carne y leche, desconocedores del tacto suave del algodón, de la delicadeza de los cereales y las frutas: estas son las gentes a las que se expulsa de las mesetas hacia las montañas por la expansión de un Imperio. Nunca había visto antes gentes del norte en su propio territorio en igualdad de condiciones: los bárbaros que conozco son los que van al oasis a comerciar y los pocos que acampan en el río, y los pobres cautivos de Joll. ¡Qué acontecimiento, y qué vergüenza también, estar aquí hoy! En el futuro mis sucesores coleccionarán los artefactos de este pueblo para exhibirlos junto a mis huevos de ave y mis enigmas caligráficos. Y aquí estoy yo arreglando las relaciones entre los hombres del futuro y los hombres del pasado, devolviéndoles, con disculpas, un cuerpo del que hemos chupado la sangre —¡un mensajero, un chacal de un Imperio disfrazado de cordero! (…) Ella se va, casi se ha ido. Es la última oportunidad de mirarla directamente a los ojos, de examinar a fondo mis emociones, de tratar de comprender quién es verdaderamente: de ahora en adelante, lo sé, empezaré a reformarla según mi repertorio de recuerdos y de acuerdo con mis dudosos deseos. Le acaricio la mejilla, le cojo la mano. En esta colina desolada a media mañana no puedo descubrir en mí ni rastro de ese lánguido erotismo que me arrastró a su cuerpo noche tras noche, ni siquiera de la cariñosa camaradería del viaje. Sólo existe un vacío, y la desolación producida por ese vacío. Cuando le estrecho la mano más fuerte no recibo respuesta. Sólo veo demasiado claro lo que veo: una muchacha robusta de boca ancha y un flequillo sobre la frente que mira hacia el cielo por encima de mi hombro, una desconocida; una visitante de otros lugares que ahora vuelve a casa después de una estancia bastante desagradable.
Fotogramas de la película de Ciro Guerra, adaptación de la novela de J.M. Coetzee Esperando a los bárbaros (2019).
Tłum. Anna Mysłowska
Czekając na barbarzyńców
W pewnym momencie, wspinając się percią, kiedy różnymi sposobami, przymilaniem się, popychaniem, szarpaniem i ciągnięciem za lejce, zmuszamy konie do posuwania się naprzód, niespodziewanie mamy ich tuż przed sobą. Spoza skał i niewidocznych żlebów wyłaniają się mężczyźni na kudłatych kucach, dwunastu, a może więcej, odziani w kożuchy i baranie czapy, o twarzach brązowych, wysmaganych wiatrem, wąskich oczach, barbarzyńcy we własnej osobie na własnych śmieciach. Jestem tak blisko nich, że z miejsca, gdzie stoję, czuję ich zapach: mieszaninę końskiego potu, dymu i źle wyprawionej skóry. Jeden z nich trzyma wycelowany w moją pierś starodawny muszkiet długi na wysokość człowieka, oparty i przymocowany blisko wylotu ryglem do półmetrowego forkietu. Serce we mnie zamiera. (…) Na tle nieba nad nami odcinają się sylwetki stojących barbarzyńców. Prócz bicia serca, cichego postękiwania koni i zawodzenia wiatru nie słyszę nic. Przekroczyliśmy granicę Imperium. Jest to chwila, której nie wolno lekceważyć. Pomagam dziewczynie zejść z konia. – Słuchaj uważnie – mówię. – Podprowadzę cię w górę zbocza i będziesz mogła z nimi pomówić. Weź swoje kije, ścieżka jest piarżysta, ale nie ma innej drogi pod górę. Kiedy z nimi porozmawiasz, zdecydujesz, co chcesz zrobić. Jeżeli zechcesz z nimi odejść, jeżeli cię odprowadzą do rodziny, przyłącz się do nich. Jeżeli zdecydujesz, że chcesz wracać z nami, możesz wrócić. Do niczego cię nie przymuszam. Kiwa głową potakująco. Jest bardzo podniecona. Objąwszy ją ramieniem, pomagam jej wejść po kamienistym zboczu. Barbarzyńcy stoją nieporuszeni. Doliczam się trzech muszkietów o długich lufach; poza tym mają dobrze mi znane krótkie łuki. Kiedy dochodzimy do szczytu grani, lekko się cofają. – Widzisz ich? – pytam, sapiąc. Przekręca głowę w swój dziwny, nienaturalny sposób. – Niezbyt dobrze – stwierdza. – Niewidoma: jak powiedzieć po waszemu niewidoma? Mówi mi. Zwracam się do barbarzyńców. – Niewidoma – mówię, dotykając własnych powiek. Nie odpowiadają. Strzelba spoczywająca między uszami kuca jest ciągle wycelowana we mnie. Cisza się przedłuża. – Porozmawiaj z nimi – mówię. – Powiedz im, w jaki sposób się tu znalazłaś. Opowiedz im o sobie. Mów prawdę. Przechyliwszy głowę, spogląda na mnie z uśmiechem. – Naprawdę chcesz, żebym im powiedziała prawdę? – Oczywiście, tylko prawdę. Cóż innego mogłabyś powiedzieć? Uśmiech nie schodzi z jej warg. Potrząsa głową, ciągle milcząc. – Powiedz im, co sama chcesz. Z tym, że teraz, kiedy cię odprowadziłem z powrotem, dokąd tylko mogłem, chcę cię jasno i wyraźnie prosić, żebyś wróciła ze mną do miasta. Wybieraj sama. – Ściskam jej ramię. – Zrozumiałaś? Oto, czego chcę od ciebie. – Dlaczego? – Słowo to pada z jej ust niemal bezgłośnie. Ona wie, że to mnie zbija z tropu, że tak było od samego początku. Mężczyzna ze strzelbą zbliża się powoli, jest już prawie tuż przed nami. Dziewczyna potrząsa przecząco głową. – Nie. Nie chcę wracać do tamtego mieszkania. (…) Jego towarzysze zsiedli z koni, ale on ciągle siedzi na swoim, z olbrzymią starą strzelbą zarzuconą na rzemieniu przez plecy. Strzemiona, siodło, wędzidło, lejce: wszystko zrobione bez użycia metalu, materiały, jakimi się posługują, to kość i zahartowane w ogniu drewno, zszyte nićmi z jelit i wzmocnione rzemykami. Ciała odziewają w wełnę i zwierzęce skóry, od dziecka żywią się mlekiem i mięsem, nie znają delikatnego dotyku bawełny ani wartości odżywczych łagodnych w smaku zbóż i owoców: tacy są ludzie zepchnięci z równin w góry przez zagarniające coraz to nowe obszary Imperium. Nigdy dotąd nie spotkałem się z koczującymi na północy barbarzyńcami na ich terenach jak równy z równym: barbarzyńcy, jakich znam, to ci, którzy przyjeżdżają do oazy, żeby wymienić swoje towary na to, co im jest potrzebne, to także nieliczna garstka innych, którzy rozkładają się obozami wzdłuż rzeki, i wreszcie nieszczęśni jeńcy Jolla. Co za szczególna sposobność, a jednocześnie upokorzenie, znaleźć się tutaj w dniu dzisiejszym! Ci, którzy przyjdą po mnie, będą kiedyś kolekcjonować wyroby rzemiosła tych ludzi, groty strzał, rzeźbione trzonki noży czy drewniane talerze, żeby je umieścić obok moich zbiorów ptasich jaj i zagadkowego pisma. A oto ja; jestem tutaj, żeby wygładzić wzajemne stosunki pomiędzy tymi, którzy nadejdą, a tymi, którzy odchodzą, by jako zadośćuczynienie krzywd zwrócić im ciało, które wyssaliśmy do ostatniej kropli krwi – tak, to ja, szakal na usługach Imperium, który przywdział owczą skórę! (…) Dziewczyna odchodzi, już prawie odeszła. Jest to ostatnia chwila, żeby jej spojrzeć prosto w twarz, uważnie wsłuchać się w drżenie własnego serca, starać się zrozumieć, co ona dla mnie naprawdę znaczy; wiem, że kiedyś, grzebiąc w rejestrze wspomnień, w zależności od moich niejasnych skłonności seksualnych, zacznę patrzeć na nią inaczej. Dotykam jej policzka, ujmuję dłoń. Patrząc na nią rankiem na tym nieprzyjaznym stoku, nie odnajduję w sobie nic z dawnego zaćmiewającego mój umysł pożądania, które co noc ciągnęło mnie do jej ciała; zniknęła nawet przyjacielska zażyłość zrodzona w czasie wędrówki. Nic z tego nie pozostało, prócz uczucia pustki i pełnego goryczy zawodu, że musiało do tego dojść. Kiedy ściskam mocno jej dłoń, nie spotykam się z żadną reakcją. Widzę ją teraz aż nazbyt trzeźwym okiem: niska, mocno zbudowana dziewczyna o szerokich ustach, z włosami prosto przyciętymi nad brwiami w grzywkę i oczyma tępo utkwionymi w niebo ponad moim ramieniem; ktoś zupełnie obcy; gość z tajemniczych stron powracający do domu po niezbyt radosnej wizycie.
Waiting for the Barbarians
Then, climbing a ridge, coaxing the horses, straining and pushing and hauling, we are all of a sudden upon them. From behind the rocks, from out of a hidden gully, they emerge, men mounted on shaggy ponies, twelve and more, dressed in sheepskin coats and caps, brown-faced, weatherbeaten, narrow-eyed, the barbarians in the flesh on native soil. I am close enough to smell them where I stand: horse-sweat, smoke, half-cured leather. One of them points at my chest an ancient musket nearly as long as a man, with a dipod rest bolted near the muzzle. My heart stops.(…) The barbarians stand outlined against the sky above us. There is the beating of my heart, the heaving of the horses, the moan of the wind, and no other sound. We have crossed the limits of the Empire. It is not a moment to take lightly. I help the girl from her horse. «Listen carefully,» I say. «I will take you up the slope and you can speak to them. Bring your sticks, the ground is loose, there is no other way up. When you have spoken you can decide what you want to do. If you want to go with them, if they will see you back to your family, go with them. If you decide to come back with us, you can come back with us. Do you understand? I am not forcing you.» She nods. She is very nervous. With an arm around her I help her up the pebbly slope. The barbarians do not stir. I count three of the long-barrelled muskets; otherwise they bear the short bows I am familiar with. As we reach the crest they back away slightly. «Can you see them?» I say, panting. She turns her head in that odd unmotivated way. «Not well,» she says. «Blind: what is the word for blind?» She tells me. I address the barbarians. «Blind,» I say, touching my eyelids. They make no response. The gun resting between the pony’s ears still points at me. Its owner’s eyes glint merrily. The silence lengthens. «Speak to them,» I tell her. «Tell them why we are here. Tell them your story. Tell them the truth.» She looks sideways at me and gives a little smile. «You really want me to tell them the truth?» «Tell them the truth. What else is there to tell?» The smile does not leave her lips. She shakes her head, keeps her silence. «Tell them what you like. Only, now that I have brought you back, as far as I can, I wish to ask you very clearly to return to the town with me. Of your own choice.» I grip her arm. «Do you understand me? That is what I want.» «Why?» The word falls with deathly softness from her lips. She knows that it confounds me, has confounded me from the beginning. The man with the gun advances slowly until he is almost upon us. She shakes her head. «No. I do not want to go back to that place.» (…) His companions have dismounted but he still sits his horse, the enormous old gun on its strap over his back. Stirrups, saddle, bridle, reins: no metal, but bone and fire-hardened wood sewn with gut, lashed with thongs. Bodies clothed in wool and the hides of animals and nourished from infancy on meat and milk, foreign to the suave touch of cotton, the virtues of the placid grains and fruits: these are the people being pushed off the plains into the mountains by the spread of Empire. I have never before met northerners on their own ground on equal terms: the barbarians I am familiar with are those who visit the oasis to barter, and the few who make their camp along the river, and Joll’s miserable captives. What an occasion and what a shame too to be here today! One day my successors will be making collections of the artifacts of these people, arrowheads, carved knife-handles, wooden dishes, to display beside my birds’ eggs and calligraphic riddles. And here I am patching up relations between the men of the future and the men of the past, returning, with apologies, a body we have sucked dry–a go-between, a jackal of Empire in sheep’s clothing! (…) She is going, she is almost gone. This is the last time to look on her clearly face to face, to scrutinize the motions of my heart, to try to understand who she really is: hereafter, I know, I will begin to re-form her out of my repertoire of memories according to my questionable desires. I touch her cheek, take her hand. On this bleak hillside in mid-morning I can find no trace in myself of that stupefied eroticism that used to draw me night after night to her body or even of the comradely affection of the road. There is only a blankness, and desolation that there has to be such blankness. When I tighten my grip on her hand there is no answer. I see only too clearly what I see: a stocky girl with a broad mouth and hair cut in a fringe across her forehead staring over my shoulder into the sky; a stranger; a visitor from strange parts now on her way home after a less than happy visit. «Goodbye,» I say. «Goodbye,» she says. There is no more life in her voice than in mine. I begin to climb down the slope; by the time I reach the bottom they have taken the sticks from her and are helping her on to a pony.