Thomas Mann

1875-1955, Alemania

Trad. Mario Verdaguer

La montaña Mágica

El átomo es un sistema cósmico cargado de energía, en el seno del cual gravitan los cuerpos en una rotación frenética alrededor de un centro semejante al sol, y cuyos cometas recorren el aire a velocidades medidas en años luz, mantenidos en sus órbitas excéntricas por el poder del cuerpo central. También constituía una comparación cuando se llamaba a un cuerpo multicelular un «estado celular». La ciudad, el estado, la comunidad social organizada según el principio de la división del trabajo eran no sólo comparables a la vida orgánica, sino que la repetían exactamente. De la misma manera, en lo más hondo de la naturaleza se reflejaba infinitamente el universo estelar, el macrocosmos, cuyos grupos, figuras, nebulosas, nubes palidecidas por la luna flotaban ante los ojos de nuestro adepto, por encima del valle resplandeciente de nieve. ¿No era permitido pensar que ciertos planetas del sistema solar atómico —esos ejércitos de vías lácteas y sistemas solares que componían la materia—, que uno u otro de esos cuerpos celestes intraterrestres se encontrarían en un estado semejante al que hacía de la Tierra una sede de vida? Para un joven adepto un tanto perplejo, que no estaba sin embargo falto de experiencia en el dominio de las cosas prohibidas, tal suposición no sólo era extravagante, sino que resultaba seductora hasta el punto de imponérsele con toda la apariencia lógica de la verdad. La «pequeñez» de los cuerpos estelares intraterrestres hubiese sido una objeción muy poco objetiva, pues toda medida se había perdido en el instante en que el carácter cósmico de esas partículas ínfimas se había revelado, y los conceptos de interior y exterior habían igualmente perdido su solidez. El mundo de los átomos era un «exterior», así como que muy probablemente la estrella terrestre que habitamos, considerada orgánicamente, era un profundo «interior». En sus osados ensueños, ¿no había llegado un sabio a hablar de los animales de la Vía Láctea, monstruos cósmicos cuya carne, huesos y cerebro se componían de sistemas solares? Pero si ocurría como pensaba Hans Castorp, todo comenzaba en el momento en que uno imaginaba que había llegado al término. Y tal vez, en el fondo más secreto de su naturaleza, se encontraba él mismo una vez más, él, el joven Hans Castorp, una y cien veces más, bien abrigado en el compartimiento del balcón, tumbado en su cómoda chaise-longue, ante una noche helada de luna clara, en la montaña, leyendo con los dedos entorpecidos y la cara ardiente, estudiando, con un interés humanista y médico, la vida del cuerpo.
La anatomía patológica, uno de cuyos volúmenes sostenía inclinado hacia la luz roja de la lámpara, le informaba, por medio de un texto sembrado de ilustraciones, sobre el carácter de los grupos parasitarios de células y tumores infecciosos. Eran formas de tejidos —particularmente lujuriantes— provocadas por la irrupción de células extranjeras en un organismo acogedor y que, de algún modo —tal vez sea preciso decir de un modo depravado—, ofrecía a su crecimiento condiciones favorables. No era que el parásito hubiese tomado su alimento del tejido que le sustentaba, sino que, alimentándose como toda célula, producía combinaciones orgánicas que eran sorprendentemente tóxicas y perjudiciales para las células del organismo que lo albergaba. Se había conseguido aislar y presentar bajo una forma concentrada las toxinas de algunos microorganismos, y había causado sorpresa ver que las dosis ínfimas de esos cuerpos, que no eran más que albúminas introducidas en la circulación de un animal, determinaban fenómenos de envenenamiento peligrosísimos y acarreaban una rápida destrucción. La apariencia exterior de esta corrupción era la de una excrecencia de tejidos, el tumor patológico que constituía la reacción de las células contra los bacilos establecidos entre ellas. Nudos espesos se producían, compuestos de células aparentemente viscosas, entre las cuales y en las cuales se instalaban las bacterias, y algunas de estas células eran extraordinariamente ricas en protoplasmas, inmensas y cubiertas de una multitud de nudos. Pero esta efervescencia conducía a una rápida ruina, pues de inmediato los nudos de esas células monstruosas comenzaban a descomponerse y su protoplasma a lubricarse, nuevas zonas vecinas de tejidos eran invadidas por aquella afluencia extranjera, fenómenos de inflamación se iban difundiendo y atacaban los vasos vecinos, los glóbulos blancos se aproximaban atraídos por el desastre, la muerte por coagulación progresaba y, sin embargo, los venenos solubles de las bacterias habían embriagado, desde hacía mucho tiempo, los centros nerviosos; el organismo alcanzaba una temperatura elevada y con el pecho tempestuoso marchaba tambaleándose hacia la disolución.
Todo esto se refería a la patología, a la doctrina de la enfermedad, y era el acento del dolor colocado sobre el cuerpo, pero al mismo tiempo sobre la voluptuosidad. La enfermedad era la forma depravada de la vida. ¿Y la vida? ¿No era quizá también una enfermedad infecciosa de la materia, al igual que lo que podía llamarse el génesis original de la materia no era tal vez más que la enfermedad, el reflejo y la proliferación de lo inmaterial? El primer paso hacia el mal, la voluptuosidad y la muerte había partido sin duda de allí donde, provocada por el cosquilleo de una infiltración desconocida, esa primera condensación del espíritu, esa vegetación patológica y superabundante se había producido de un tejido, medio por placer, medio por defensa, constituyendo el primer grado de lo sustancial, la transición de lo inmaterial a lo material. Era el pecado original. La segunda generación espontánea, el paso de lo inorgánico a lo orgánico, ya no era más que una peligrosa adquisición de conciencia del cuerpo, lo mismo que la enfermedad del organismo era una exageración embriagada y una acentuación depravada de su naturaleza física. La vida no era ya más que una progresión por el camino aventurero del espíritu impúdico, un reflejo del calor de la materia despierta a la sensibilidad y que se había mostrado sensible a ese llamamiento…
Los libros se hallaban acumulados sobre la mesita, uno yacía en el suelo, al lado de la chaise-longue, sobre la alfombra de la galería, y el que Hans Castorp había ojeado últimamente pesaba sobre su estómago, le cortaba la respiración, pero sin que su materia gris diese orden a los músculos para alejarlo. Había leído la página de arriba abajo, la barbilla tocaba en el pecho y los párpados se habían cerrado sobre los ojos azules y candidos. Veía la imagen de la vida, sus miembros florecientes, la belleza sustentada por la carne. Esa belleza había separado las manos de su nuca, había abierto los brazos y, en el interior —particularmente bajo la piel delicada de la articulación del codo—, las venas, las dos ramas de las grandes venas se dibujaban, azuladas, y esos brazos eran de una inexpresable dulzura. Ella se inclinó hacia él; Hans Castorp sintió su olor orgánico, sintió el choque de su corazón que latía. Un suave calor enlazó su cuello y, mientras desfallecía de placer y angustia, posó sus manos sobre el exterior de esos brazos, allí donde la piel tersa sobre el tríceps era de una exquisita frescura, y sintió sobre sus labios la succión húmeda de un beso.

Póster de La vida, una enfermedad mortal de transmisión sexual de Krzysztof Zanussi (2000)

Tłum. Józef Kramsztyk

Czarodziejska góra

Atom jest układem kosmicznym naładowanym energią, w którym ciała planetarne wirują zaciekle wokół jakiegoś ciała centralnego podobnego słońcu i przez którego przestrzeń, wypełnioną eterem, pędzą z szybkością lat świetlnych komety, wtłaczane siłą ciała centralnego, w swe ekscentryczne orbity.  Nie jest to tylko porównaniem, podobnie jak nie jest nim nazwanie ciała tworów wielokomórkowych «państwem komórek».  Miasto, państwo, wedle zasady podziału pracy uporządkowana społeczność jest nie tylko czymś, co daje się przyrównać do życia organicznego, lecz czymś, co je powtarza.  Tak to powtarza się w najgłębszym wnętrzu natury, w najdalszym odzwierciedleniu, makrokosmiczny świat gwiazd, których roje, gromady, grupy, figury, blade od poświaty księżycowej, unosiły się nad roziskrzoną mrozem doliną, nad głową owiniętego w koce adepta wiedzy. Czyż nie wolno było myśleć, iż pewne planety słonecznego układu atomu – tych rojów i całych dróg mlecznych systemów słonecznych, tworzących materię – iż to lub owo ciało planetarne tego wewnętrznego wszechświata znajduje się w stanie podobnym do tego, który uczynił ziemię siedliskiem życia?  Dla młodego adepta wiedzy o nieco odurzonych ośrodkach nerwowych i o «nienormalnych» właściwościach skóry, któremu przecież nie brakło już pewnego doświadczenia na gruncie tego, co niedozwolone, było to nie tylko sensownym, ale nawet aż do natarczywości narzucającym się, w najwyższej mierze przekonującym pomysłem, nie pozbawionym logicznego charakteru prawdziwości.  «Małość» gwiaździstych ciał wewnętrznego świata byłaby zarzutem wielce nierzeczowym, skoro przecież miara tego, co wielkie i małe, wymknęła się z rąk – jeśli nie wcześniej, to wtedy, kiedy objawił się kosmiczny charakter «najmniejszych» części materii, a pojęcia tego, co zewnętrzne i co wewnętrzne, utraciły z czasem również swe niewzruszone podstawy.  Świat atomu jest czymś zewnętrznym, podobnie jak najprawdopodobniej glob ziemski, który zamieszkujemy, rozpatrywany z punktu widzenia organicznego, jest czymś głęboko wewnętrznym.  Czyż marzycielska śmiałość pewnego badacza nie mówiła o «zwierzętach Drogi Mlecznej» – o kosmicznych potworach, których ciało, kończyny i mózg składają się z systemów słonecznych?  Ale jeśli w istocie było tak, jak myślał Hans Castorp, wówczas w chwili, kiedy przypuszczano, iż dotarło się do końca, wszystko rozpoczynało się od początku!  Wtedy, być może, we wnętrzu i na najgłębszym dnie swej istoty znajdował się jeszcze raz, jeszcze sto razy, on sam, młody Hans Castorp, ciepło otulony, leżący na balkonie z widokiem na rozjaśnioną księżycem, mroźną noc wysokogórską i, ze skostniałymi palcami i płonącymi policzkami, trawiony chęcią zgłębienia zagadnień medycyny i humanistyki, dociekał tajników życia cielesnego.
  Anatomia patologiczna, której jeden z tomów trzymał nieco z boku w czerwonym blasku lampki stołowej, pouczała go za pomocą bogato ilustrowanego tekstu o istocie pasożytniczych zespoleń komórkowych i guzów zakaźnych.  Są to rodzaje tkanek – i to niepohamowane w rozwoju rodzaje tkanek – powstające przez wtargnięcie obcych komórek do organizmu, który okazał się podatny do ich przyjęcia i rozwojowi ich zapewniał w jakiś sposób – raczej powiedzieć należy: w jakiś rozwiązły sposób – korzystne warunki.  Można pominąć to, iż pasożyt pozbawia pożywienia otaczającą go tkankę, ale wskutek przemiany materii, właściwej każdej komórce, wytwarza związki organiczne, które dla goszczących go komórek okazują się zadziwiająco jadowite, nieuchronnie niszczące. Kiedy udało się z niektórych mikroorganizmów wydzielić toksyny i otrzymać je w stanie stężenia, okazało się, w jak zdumiewająco niewielkich dawkach substancje te, które należą po prostu do rzędu związków białkowych, wprowadzone w obieg krwi zwierzęcia wywołują najgroźniejsze objawy zatrucia i prowadzą do nieuniknionej zagłady.  Zewnętrznym objawem tego procesu jest bujanie tkanek, patologiczne obrzmienie, jako reakcja komórek na podrażnienie wywołane przez zagnieżdżone wśród nich mikroby.   Tworzą się guzki wielkości ziarna prosa, złożone z komórek podobnych do komórek błony śluzowej, między którymi albo w których gnieżdżą się mikroby; niektóre z nich są wyjątkowo obficie zaopatrzone w protoplazmę, a przy tym olbrzymie i wypełnione licznymi jądrami. Ale ta zabawa bardzo szybko prowadzi do ruiny, gdyż oto jądra tych spotworniałych komórek poczynają kurczyć się i rozpadać, a protoplazma ich zanikać wskutek krzepnięcia.  Podrażnienie ciałem obcym obejmuje stopniowo dalsze części okolicznych tkanek; procesy zapalne rozszerzają się na sąsiednie naczynia; zjawiają się białe ciałka krwi, zwabione przez miejsce niedoli; zanikanie na skutek tężenia nie ustaje; a tymczasem rozpuszczalne jady bakteryjne od dawna już odurzyły ośrodki nerwowe, wysoka gorączka trawi organizm, który niejako z falującą piersią zdąża ku swemu rozkładowi.
 Tyle mówiła patologia, nauka o chorobie, o akcencie bólu postawionym nad ciałem, który wszakże, jako podkreślenie, co cielesne, jest zarazem akcentem rozkoszy; choroba jest wyuzdaną formą życia.  A życie ze Swej strony?  Czyż może jest tylko zakaźną chorobą materii – podobnie jak to, co wolno było nazwać pranarodzinami materii, było może tylko chorobą pierwiastka niematerialnego, jego wybujaniem pod wpływem jakiejś podniety? Pierwszego kroku w stronę zła, ku rozkoszy i ku śmierci należy niezawodnie dopatrywać się tam, gdzie, wywołane bodźcem nieznanej infiltracji, odbyło się owo pierwsze skupienie pierwiastka duchowego, owo patologicznie intensywne bujanie jego tkanki, które na wpół radośnie, na wpół się broniąc, stworzyło najwcześniejszy, przedwstępny szczebel substancjalności, przejście tego, co niematerialne, w coś materialnego.  To był grzech pierworodny. Drugie pranarodziny, zrodzenie się organiczności z tego, co nieorganiczne, były już tylko fatalnym spotęgowaniem pierwiastka cielesnego do świadomości, podobnie jak odurzająca choroba organizmu jest spotęgowaniem i nieobyczajnym, nadmiernym zaakcentowaniem jego cielesności: życie jest tylko dalszym konsekwentnym krokiem na awanturniczym szlaku ducha, który się zbezcześcił, jest odruchowym rumieńcem wstydu, jakiego doznaje materia, obudzona z niewrażliwości i gotowa na przyjęcie budzącego ją bodźca…
 Stos książek piętrzył się na stoliku z lampką, jedna leżała na podłodze obok leżaka, na macie balkonu; a ta, którą Hans Castorp ostatnio studiował, spoczywała na jego brzuchu i przygniatała go utrudniając oddech; ale jego kora mózgowa nie wydała nakazu odpowiednim mięśniom, by ją usunęły.  Przeczytał stronicę aż do samego dołu, podbródek jego wsparł się o pierś, powieki opadły mu na prostoduszne niebieskie oczy.  Widział przed sobą obraz życia, kwitnącą budowę jego członków, jego piękność zaklętą w ciało.  Rozplotła ręce założone na karku, a jej rozwarte ramiona, na których wewnętrznej powierzchni, zwłaszcza pod delikatną skórą stawu łokciowego, niebieskawo rysowały się naczynia, oba rozgałęzienia wielkich żył – ramiona te pełne były niewysłowionej słodyczy.  Pochyliła się, pochyliła ku niemu, nad nim, czuł woń jej ciała, czuł krótkie uderzenia jej serca.  Gorąca tkliwość oplotła mu gardło i gdy omdlewając z rozkoszy i lęku, kładł dłonie na jej ramiona, w miejsce, gdzie skóra opinająca mięsień trójgłowy była upajająco chłodna – uczuł na wargach wilgoć jej ssącego pocałunku.

Der Zauberberg

Das Atom war ein energiegeladenes kosmisches System, worin Weltkörper rotierend um ein sonnenhaftes Zentrum rasten, und durch dessen Ätherraum mit Lichtjahrgeschwindigkeit Kometen fuhren, welche die Kraft des Zentralkörpers in ihre exzentrischen Bahnen zwang. Das war so wenig nur ein Vergleich, wie es nur ein solcher war, wenn man den Leib der vielzelligen Wesen einen „Zellenstaat“ nannte. Die Stadt, der Staat, die nach dem Prinzip der Arbeitsteilung geordnete soziale Gemeinschaft war dem organischen Leben nicht nur zu vergleichen, sie wiederholte es. So wiederholte sich im Innersten der Natur, in weitester Spiegelung, die makrokosmische Sternenwelt, deren Schwärme, Haufen, Gruppen, Figuren, bleich vom Monde, zu Häupten des vermummten Adepten über dem frostglitzernden Tale schwebten. War es unerlaubt, zu denken, daß gewisse Planeten des atomischen Sonnensystems – dieser Heere und Milchstraßen von Sonnensystemen, die die Materie aufbauten, – daß also einer oder der andere dieser innerweltlichen Weltkörper sich in einem Zustande befand, der demjenigen entsprach, der die Erde zu einer Wohnstätte des Lebens machte? Für einen im Zentrum etwas beschwipsten jungen Adepten von „abnormer“ Hautbeschaffenheit, der im Gebiete des Unerlaubten ja nicht mehr all und jeder Erfahrung entbehrte, war das eine nicht nur nicht ungereimte, sondern sogar bis zur Aufdringlichkeit sich nahelegende, höchst einleuchtende Spekulation von logischem Wahrheitsgepräge. Die „Kleinheit“ der innerweltlichen Sternkörper wäre ein sehr unsachgemäßer Einwand gewesen, denn der Maßstab von Groß und Klein war spätestens damals abhanden gekommen, als der kosmische Charakter der „kleinsten“ Stoffteile sich offenbart hatte, und die Begriffe des Außen und Innen hatten nachgerade gleichfalls in ihrer Standfestigkeit gelitten. Die Welt des Atoms war ein Außen, wie höchstwahrscheinlich der Erdenstern, den wir bewohnten, organisch betrachtet, ein tiefes Innen war. Hatte nicht die träumerische Kühnheit eines Forschers von „Milchstraßentieren“ gesprochen, – kosmischen Ungeheuern, deren Fleisch, Bein und Gehirn sich aus Sonnensystemen aufbaute? War dem aber so, wie Hans Castorp dachte, dann fing in dem Augenblick, da man geglaubt hatte, zu Rande gekommen zu sein, das Ganze von vorn an! Dann lag vielleicht im Innersten und Aberinnersten seiner Natur er selbst, der junge Hans Castorp, noch einmal, noch hundertmal, warm eingehüllt, in einer Balkonloge mit Aussicht in die mondhelle Hochgebirgsfrostnacht und studierte mit erstarrten Fingern und heißem Gesicht aus humanistisch-medizinischer Anteilnahme das Körperleben?
Die pathologische Anatomie, von der er einen Band seitlich in den roten Schein seines Tischlämpchens hielt, belehrte ihn durch einen Text, der mit Abbildungen durchsetzt war, über das Wesen der parasitischen Zellvereinigung und der Infektionsgeschwülste. Diese waren Gewebsformen – und zwar besonders üppige Gewebsformen –, hervorgerufen durch das Eindringen fremdartiger Zellen in einen Organismus, der sich für sie aufnahmelustig erwiesen hatte und ihrem Gedeihen auf irgendeine Weise – aber man mußte wohl sagen: auf eine irgendwie liederliche Weise – günstige Bedingungen bot. Weniger, daß der Parasit dem umgebenden Gewebe Nahrung entzogen hätte; aber er erzeugte, indem er, wie jede Zelle, Stoff wechselte, organische Verbindungen, die sich für die Zellen des Wirtsorganismus als erstaunlich giftig, als unweigerlich verderbenbringend erwiesen. Man hatte von einigen Mikroorganismen die Toxine zu isolieren und in konzentriertem Zustande darzustellen verstanden, und es verwunderlich gefunden, in welchen geringen Dosen diese Stoffe, die einfach in die Reihe der Eiweißverbindungen gehörten, in den Kreislauf eines Tieres gebracht, die allergefährlichsten Vergiftungserscheinungen, reißende Verderbnis bewirkten. Das äußere Wesen dieser Korruption war Gewebswucherung, die pathologische Geschwulst, nämlich als Reaktionswirkung der Zellen auf den Reiz, den die zwischen ihnen angesiedelten Bazillen auf sie ausübten. Hirsekorngroße Knötchen bildeten sich, zusammengesetzt aus schleimhautgewebartigen Zellen, zwischen denen oder in denen die Bazillen nisteten, und von welchen einige außerordentlich reich an Protoplasma, riesengroß und von vielen Kernen erfüllt waren. Diese Lustbarkeit aber führte gar bald zum Ruin, denn nun begannen die Kerne der Monstrezellen zu schrumpfen und zu zerfallen, ihr Protoplasma an Gerinnung zugrunde zu gehen; weitere Gewebsteile der Umgebung wurden von der fremden Reizwirkung ergriffen; entzündliche Vorgänge griffen um sich und zogen die angrenzenden Gefäße in Mitleidenschaft; weiße Blutkörperchen wanderten, angelockt von der Unheilsstätte, herzu; das Gerinnungssterben schritt fort; und unterdessen hatten längst die löslichen Bakteriengifte die Nervenzentren berauscht, der Organismus stand in Hochtemperatur, mit wogendem Busen, sozusagen, taumelte er seiner Auflösung entgegen.
So weit die Pathologie, die Lehre von der Krankheit, der Schmerzbetonung des Körpers, die aber, als Betonung des Körperlichen, zugleich eine Lustbetonung war, – Krankheit war die unzüchtige Form des Lebens. Und das Leben für sein Teil? War es vielleicht nur eine infektiöse Erkrankung der Materie, – wie das, was man die Urzeugung der Materie nennen durfte, vielleicht nur Krankheit, eine Reizwucherung des Immateriellen war? Der anfänglichste Schritt zum Bösen, zur Lust und zum Tode war zweifellos da anzusetzen, wo, hervorgerufen durch den Kitzel einer unbekannten Infiltration, jene erste Dichtigkeitszunahme des Geistigen, jene pathologisch üppige Wucherung seines Gewebes sich vollzog, die, halb Vergnügen, halb Abwehr, die früheste Vorstufe des Substanziellen, den Übergang des Unstofflichen zum Stofflichen bildete. Das war der Sündenfall. Die zweite Urzeugung, die Geburt des Organischen aus dem Unorganischen, war nur noch eine schlimme Steigerung der Körperlichkeit zum Bewußtsein, wie die Krankheit des Organismus eine rauschhafte Steigerung und ungesittete Überbetonung seiner Körperlichkeit war –: nur noch ein Folgeschritt war das Leben auf dem Abenteuerpfade des unehrbar gewordenen Geistes, Schamwärmereflex der zur Fühlsamkeit geweckten Materie, die für den Erwecker aufnahmelustig gewesen war …
Die Bücher lagen zuhauf auf dem Lampentischchen, eins lag am Boden, neben dem Liegestuhl, auf der Matte der Loggia, und dasjenige, worin Hans Castorp zuletzt geforscht, lag ihm auf dem Magen und drückte, beschwerte ihm sehr den Atem, doch ohne daß von seiner Hirnrinde an die zuständigen Muskeln Order ergangen wäre, es zu entfernen. Er hatte die Seite hinunter gelesen, sein Kinn hatte die Brust erreicht, die Lider waren ihm über die einfachen blauen Augen gefallen. Er sah das Bild des Lebens, seinen blühenden Gliederbau, die fleischgetragene Schönheit. Sie hatte die Hände aus dem Nacken gelöst, und ihre Arme, die sie öffnete, und an deren Innenseite, namentlich unter der zarten Haut des Ellbogengelenks, die Gefäße, die beiden Äste der großen Venen, sich bläulich abzeichneten, – diese Arme waren von unaussprechlicher Süßigkeit. Sie neigte sich ihm, neigte sich zu ihm, über ihn, er spürte ihren organischen Duft, spürte den Spitzenstoß ihres Herzens. Heiße Zartheit umschlang seinen Hals, und während er, vergehend vor Lust und Grauen, seine Hände an ihre äußeren Oberarme legte, dorthin, wo die den triceps überspannende, körnige Haut von wonniger Kühle war, fühlte er auf seinen Lippen die feuchte Ansaugung ihres Kusses.





Jane Hirshfield

1953 , Estados Unidos

Trad. Ada Trzeciakowska

Tres zorros en la linde del campo al anochecer

Uno corría
con la nariz junto al suelo,
una sombra oxidada
ni cazando ni jugando.

Uno se paró, se sentó, se tumbó y volvió a pararse.

Uno no se movió nada,
Solamente ladeó un poco la cabeza cuando caminamos.

Finalmente nos acercamos demasiado
y desaparecieron.
El bosque los acogió como si nunca hubieran existido.

Ojalá se me hubiera ocurrido apoyar la cara en la hierba.

Pero seguimos caminando,
hablando como extraños cuando se hacen amigos.

Hay cada vez más cosas que no cuento a nadie,
ni a extraños ni a amores.
Es algo que se desliza en el corazón
sin prisa, como si nunca hubiera existido.

Y sin embargo, algo ha cambiado entre los árboles,

Algo me mira de entre las ramas
y me conoce por quien soy.

Fotografía de Konsta Punkka

Tłum. Magda Heydel

Trzy lisy na skraju pola o zmierzchu

Jeden biegł
 z nosem przy ziemi,
 rdzawy cień,
 który nie poluje ani się nie bawi.

 Jeden stanął; usiadł; położył się; znowu stanął.

 Jeden się nie poruszył,
 tylko nieco odwrócił głowę, gdyśmy przechodzili.

 W końcu podeszliśmy zbyt blisko
 i znikły.
 Las przyjął je tak, jakby ich nigdy nie było.

 Gdybym wtedy pomyślała, by przyłożyć twarz do trawy.

 Ale szliśmy dalej,
rozmawiając jak to obcy, kiedy się zaprzyjaźniają.

 Coraz więcej jest rzeczy, których nie mówię nikomu,
 ani obcym, ani kochankom.
 To wkrada się w serce
 bez pośpiechu, jakby tego nigdy nie było.

 A jednak, coś zmieniło się między drzewami.

 Coś spogląda ku mnie spośród drzew
 i wie, kim naprawdę jestem.


Three Foxes by the Edge of the Field at Twilight

One ran,
her nose to the ground,
a rusty shadow
neither hunting nor playing.

One stood; sat; lay down; stood again.

One never moved,
except to turn her head a little as we walked.

Finally we drew too close,
and they vanished.
The woods took them back as if they had never been.

I wish I had thought to put my face to the grass.

But we kept walking,
speaking as strangers do when becoming friends.

There is more and more I tell no one,
strangers nor loves.
This slips into the heart
without hurry, as if it had never been.

And yet, among the trees, something has changed.

Something looks back from the trees,
and knows me for who I am.





Raquel Taranilla

1981 , España

Noche y océano

A mí misma me digo: he sido atraída a un ejército de heraldos de la magna noche y del océano sin fondo conocido, a tal punto que: yo también hozo en las sepulturas. Tal vez el pasado solo sea para ser destripado.  (…)

En una carta a Lukács (con quien tuvo un breve pero intenso romance), Hilda Bauer escribe: «He aprendido que los seres humanos son inaccesibles. Que sus almas están tan lejos las unas de las otras como estrellas. Solo un resplandor remoto llega al otro. Sé que los seres humanos están rodeados de mares oscuros e inmensos, y que se miran los unos a los otros, anhelándose sin alcanzarse nunca». (…)  

Existe en la Polinesia una leyenda para explicar el origen del cocotero: un hombre enamorado muere jurando que la joven a la que ama, que no le corresponde, habrá de darle finalmente un beso. Su cuerpo sin vida yace en el bosque y tan grande y puro es el amor que siente, dice la leyenda, que su cabeza acaba transformada en coco (en el primer coco que hubo en el mundo, de hecho). Pasan las semanas y, un día, ella, la mujer amada, pasea junto a sus amigos entre los árboles. Hace un calor intenso y uno de ellos le acerca el nuevo fruto que da la tierra, al que se le ha hecho un boquete en la cáscara, a lo que la joven oye: toma y bebe. Besa.   

Cuadros de Leonor Fini, Georges La Tour, Paul Gauguin

Tłum. Ada Trzeciakowska

Noc i ocean

Mówię sobie: przyciągnęły mnie wojska heroldów wielkiej nocy i bezdennego oceanu, do tego stopnia, że: ja również grzebię w grobach. Być może przeszłość istnieje tylko po to, by wypruć jej trzewia (…)

W liście do Lukácsa (z którym łączył ją krótki, ale intensywny romans) Hilda Bauer pisze: «Nauczyłam się, że istoty ludzkie są nieosiągalne. Ich dusze są tak odległe od siebie jak gwiazdy. Do drugiego człowieka dociera ledwie daleki blask. Wiem, że istoty ludzkie są otoczone przez ciemne i niezmierzone morza, i że patrzą na siebie, tęskniąc za sobą, nie mogąc nigdy do siebie dosięgnąć». (…)

W Polinezji istnieje legenda wyjaśniająca pochodzenie drzewa kokosowego: zakochany mężczyzna umiera przysięgając, że młoda kobieta, którą kocha, a która nie odwzajemnia jego uczuć, w końcu go pocałuje. Jego martwe ciało spoczywa w lesie, a miłość, którą czuje, jest tak wielka i czysta, że jego głowa zmienia się w kokos (pierwszy zresztą kokos na świecie). Mijają tygodnie i pewnego dnia ona, ta ukochana kobieta, spaceruje ze swoimi przyjaciółmi wśród drzew. Jest bardzo gorąco i jeden z nich podaje jej nowy owoc, który rodzi ziemia, w skorupie którego zrobiło się pęknięcie, a młoda kobieta słyszy: bierz i pij. Całuj.

Wisława Szymborska

1923 – 2012, Polonia

Trad. Gerardo Beltrán y Abel Murcia Soriano

Monólogo para Casandra

Soy yo, Casandra.
Y esta es mi ciudad bajo la ceniza.
Y este es mi cayado y mis cintas de profeta.
Y esta es mi cabeza colmada de dudas.

Es verdad, estoy triunfando.
Mi razón hasta golpeó el cielo con un destello.
Sólo los profetas a los que no se cree
tienen semejantes vistas.
Sólo aquellos que mal empezaron las cosas,
y todo pudo haberse cumplido tan deprisa,
como si ellos no hubiesen existido.

Ahora me acuerdo claramente,
cómo la gente, al verme, callaba a mitad de palabra.
Se cortaba la risa.
Las manos ardían.
Los niños corrían hacia sus madres.
Ni siquiera conocía sus efímeros nombres.
Y aquella canción sobre la hoja verde,
nadie la terminó en mi presencia.

Yo les quería.
Pero quería desde lo alto.
Por encima de la vida.
Desde el futuro. Donde siempre hay vacío
y desde donde, ¿hay algo más fácil que ver la muerte?
Me arrepiento porque mi voz era dura.
Mírense desde las estrellas –gritaba–.
Mírense desde las estrellas.
Me oían y bajaban la mirada.

Vivían en la vida.
Forrados de gran viento.
Condenados.
Desde el nacer en los cuerpos del adiós.
Pero hubo en ellos una esperanza húmeda,
una llama alimentándose de su propio reverberar.
Ellos sabían lo que era un instante,
ay, al menos uno
antes de que…

Me salí con la mía.
Sólo que eso no significa nada.
Y esta es mi ropita manchada por el fuego.
Y estos son mis trastos de profeta.
Y esta es mi cara compungida.
Cara que ignoraba que pudiera ser hermosa.

Obra de Władysław Hasior La Madre Dolorosa

Nieuwaga

To ja, Kasandra
A to jest moje miasto pod popiołem.
A to jest moja laska i wstążki prorockie.
A to jest moja głowa pełna wątpliwości.

To prawda, tryumfuję.
Moja racja aż łuną uderzyła w niebo.
Tylko prorocy, którym się nie wierzy,
mają takie widoki.
Tylko ci, którzy źle zabrali się do rzeczy,
i wszystko mogło spełnić się tak szybko,
jakby nie było ich wcale.

Wyraźnie teraz przypominam sobie,
jak ludzie, widząc mnie, milkli w pół słowa.
Rwał się śmiech.
Rozplatały ręce.
Dzieci biegły do matki.
Nawet nie znałam ich nietrwałych imion.
A tu piosenka o zielonym listku –
nikt jej nie kończył przy mnie.

Kochałam ich.
Ale kochałam z wysoka.
Sponad życia.
Z przyszłości. Gdzie zawsze jest pusto
i skąd cóż łatwiejszego jak zobaczyć śmierć.
Żałuję, że mój głos był twardy.
Spójrzcie na siebie z gwiazd – wołam –
spójrzcie na siebie z gwiazd.
Słyszeli i spuszczali oczy.

Żyli w życiu.
Podszyci wielkim wiatrem.
Przesądzeni.
Od urodzenia w pożegnalnych ciałach.
Ale była w nich jakaś wilgotna nadzieja,
własną migotliwością sycący się płomyk.
Oni widzieli, co to takiego chwila,
och, bodaj jedna jakakolwiek
zanim –

Wyszło na moje.
Tyle że z tego nie wynika nic.
A to jest moja szatka ogniem osmalona.
A to są moje prorockie rupiecie.
A to jest moja wykrzywiona twarz.
Twarz, która nie wiedziała, że mogła być piękna.

Michael Krüger

1943 – , Alemania

Trad. Ada Trzeciakowska

8 de mayo de 2013

Si no me equivoco
Dios se ha escondido en mi manzano.
Por primera vez en muchos años ha elegido
justamente este árbol,
no precisamente logrado representante
de su especie, cuyos frutos son fibrosos
y amargos en la boca. Sin embargo, las abejas
lo aman. Cuando me apoyo
descalzo en su tronco, escucho sus
cuentos – su lengua zumbadora versa
sobre el mar de miel-,
que ni Moisés puede separar.
Puedo oír a Dios reírse.
Hasta los pájaros cierran el pico entonces.

Tłum. Ryszard Krynicki

8 maja 2013

Jeżeli się całkowicie nie mylę,
Bóg ukrył się w mojej jabłoni.
Po raz pierwszy od lat wybrał sobie
akurat to drzewo,
nieszczególnie udaną przedstawicielkę
swojego gatunku, której owoce są włókniste
i gorzkie w smaku. Mimo to pszczoły
kochają ją. Kiedy bosy
opieram się o jej pień, przysłuchuję się
ich opowieściom – o morzu
z miodu jest brzęcząca mowa,
którego także Mojżesz nie może rozdzielić.
Mogę słyszeć, jak Bóg się śmieje.
Wtedy nawet ptaki zamykają dziób.

Polaroids de Andréi Tarkovski

8. Mai 2013

Wenn mich nicht alles täuscht,
hat Gott sich in meinem Apfelbaum versteckt.
Zum ersten Mal seit Jahren hat er sich
ausgerechnet diesen Baum ausgesucht,
nicht gerade einen aufrechten Vertreter
seiner Gattung, dessen Früchte holzig sind
und bitter schmecken. Aber die Bienen
lieben ihn.
(…)
Ich kann Gott lachen hören.  
Da halten selbst die Vögel den Schnabel

Michael Krüger

1943 – , Alemania

Trad. Ada Trzeciakowska

Tubinga, en enero

a Georg Braungart

El cielo sin nieve,
en el aparejo de la vid
el día se asoma a la luz.
Delante de mí la madera del año pasado
cansada de la vida, trabaja.
El tiempo como muerto,
el habla como hinchada.
Os puede parecer raro,
sin embargo, incluso los cuervos tienen corazón.
Esta es, en pocas palabras,
la verdadera historia de mi vida.

Tłum. Andrzej Kopacki

Tybinga, w styczniu

dla Georga Braungarta

Bezśnieżne to niebo,
w takielunku winorośli
dzień wychodzi na światło.
Przede mną drwa z ubiegłego roku
znużone życiem, pracują.
Czas jakby zabity,
mowa jakby napuchła.
Może to dla was dziwne,
ale wrony też mają serce.
Taka jest, w paru słowach,
prawdziwa historia mojego życia.

William Kentridge «Drawings from Preparing the Flute» (Bird Catcher)

Tübingen, in January

for Georg Braungart

The sky snowless,
in the rigging of the vines
the day turns to light.
Dog-tired, last year’s wood
goes to work before me.
How wasted, the time,
how swollen, the language.
It may seem strange to you
But even crows have a heart
And that, in a few words,
is the true story of my life.

Tübingen, im Januar

für Georg Braungart

Schneelos der Himmel,
in der Takelage der Reben
kommt der Tag ans Licht.
Lebensmüd arbeitet vor mir
das Holz vom vergangenen Jahr.
Wie totgeschlagen die Zeit,
wie geschwollen die Sprache.
Es mag Ihnen seltsam Vorkommen,
aber auch Krähen haben ein Herz.
Das ist, in wenigen Worten,
die wahre Geschichte meines Lebens.

Michael Krüger

1943 – , Alemania

Trad. Ada Trzeciakowska

Piedra al borde del camino

Vale con levantar una piedra,
que lleva tiempo entre la hierba,
para dejar de confiar en la Gran Voz.
Cada insecto toma por verdad eso,  
en lo que quiere creer, y el ciempiés, cuando
huye hacia la oscuridad ¿acaso no lo empuja el miedo
que nos explica el mundo?
Solamente nosotros aún necesitamos palabras
para decir lo que no hace falta.
¡Mira cómo se encogen las hojas!
Ellas también participan en el Ahora
al que hemos de celebrar o no
en tan épico silencio bajo la piedra.
Y no te olvides de devolver la piedra,
con cuidado, para no matar a los animales muertos.

Tłum. Andrzej Kopacki

Kamień na skraju drogi

Wystarczy podnieść kamień,
który długo leżał w trawie,
i już się nie ufa Wielkiemu Głosowi.
Każdy robak uważa za prawdę to,
w co chce wierzyć, a stonoga, gdy
umyka w mrok — czy nie ze strachu,
który objaśnia nam świat?
Tylko my wciąż potrzebujemy słów,
żeby powiedzieć, czego mówić nie trzeba.
Patrz, jak kurczą się liście!
One też biorą udział w tym Teraz,
które trzeba uczcić albo i nie
w tak epickiej ciszy pod kamieniem.
I nie zapomnij odłożyć kamienia,
ostrożnie, by nie zabić martwych zwierząt.

Fotos propias.

Thomas Mann

1875-1955, Alemania

Trad. Martín Rivas, Raúl Schiaffino

La muerte en Venecia

Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un refrigerio momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la hierba entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una botica. Ráfagas de aire cá­lido traían olor a desinfectantes.

Allí se encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía, gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.

Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad esté­tica; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.

Fotogramas de La muerte en Venecia de Luchino Visconti (1971)

Tłum. Leopold Staff

Śmierć w Wenecji

Głowa jego płonęła, ciało pokryło się lepkim potem, kark drżał, dręczyło go nieznośne pragnienie, oglądał się za jakim bądź chwilowym pokrzepieniem. Przed sklepikiem z jarzynami kupił trochę owoców, poziomek, przejrzałych i miękkich, pojadał idąc. Mały placyk, opuszczony, niesamowicie mroczny, otworzył się przed nim; poznał go, tutaj to przed kilku tygodniami powziął nieudany plan ucieczki. Na stopniu studni pośrodku placu osunął się i oparł głowę o kamienną cembrowinę. Było cicho, trawa rosła między brukiem, odpadki leżały dokoła. Między zwietrzałymi murami nierównej wysokości domów dokoła znajdował się jeden podobny do pałacu, z ostrołukowymi oknami, za którymi mieszkała pustka, i z balkonikami o lwich głowach. Na parterze innego znajdowała się apteka. Ciepłe powiewy przynosiły chwilami zapach karbolu.

Siedział tam, mistrz, wsławiony artysta, autor Nędznika, który w tak wzorowo czystej formie wyrzekł się cyganerii i mętnej głębi, odmówił sympatii bezdni i odrzucił nikczemność, ten, który wzniósł się na szczyty, przezwyciężył swą wiedzę i wyrósł z wszelkiej ironii, przyzwyczaił się do zobowiązań, jakie nań nakładało zaufanie mas, on, którego sława była urzędowa, nazwisko uszlachcone, na którego stylu mieli się kształcić chłopcy – siedział tam z zamkniętymi powiekami, tylko chwilami wymykało się spod nich, szybko ukrywając się znowu, szydercze i stropione spojrzenie i obwisłe wargi, kosmetycznie uwydatnione, kształtowały pojedyncze słowa z tego, co wydobywał jego na wpół drzemiący mózg z osobliwej sennej logiki.

Gdyż piękno, pamiętaj, Fajdrosie, tylko piękno jest boskie i widzialne zarazem i w ten sposób jest więc drogą zmysłowości, jest, mały Fajdrosie, drogą artysty do ducha. Ale czy wierzysz, mój drogi, że może pozyskać kiedyś mądrość i prawdziwą godność męską ten, dla którego droga do duchowości prowadzi przez zmysły? Lub czy sądzisz raczej (pozostawiam ci to do rozstrzygnięcia), że jest to niebezpiecznie miła droga, zaiste droga błędu i grzechu, która musi wieść na manowce? Gdyż trzeba ci wiedzieć, że my, poeci, nie możemy iść drogą piękna, żeby nie przyłączył się Eros i nie narzucił się na przewodnika; ba, choćbyśmy byli nawet bohaterami na swój sposób i dzielnymi wojownikami, to jesteśmy jak kobiety, gdyż namiętność jest naszym wywyższeniem i naszą tęsknotą musi pozostać miłość – to jest nasza rozkosz i nasza hańba. Widzisz więc teraz, że my, poeci, nie możemy być mądrzy ani godni? Że z konieczności schodzimy na manowce, z konieczności musimy być rozpustnikami i awanturnikami uczucia? Mistrzostwo naszego stylu to kłamstwo i błazeństwo, nasza sława i godność to krotochwila, zaufanie tłumu do nas w najwyższym stopniu jest śmieszne, wychowywanie ludu i młodzieży przez sztukę jest zuchwałym i karygodnym przedsięwzięciem. Bo jakżeby miał być zdatny na wychowawcę ten, który ma niepoprawny i naturalny pociąg do przepaści? Moglibyśmy się oczywiście jej zaprzeć i zyskać godność, ale jakkolwiekbyśmy się obrócili, nęci nas ona. Więc wyrzekamy się zgubnego poznania, gdyż poznanie, Fajdrosie, nie ma żadnej godności i surowości; jest wiedzące, rozumiejące, wybaczające bez postawy i formy; ma sympatię do przepaści, jest przepaścią. Więc odrzucamy je stanowczo i odtąd dążenie nasze ma na celu jedynie piękno, to znaczy prostotę, wielkość i nową surowość, drugą naturalność i formę. Ale forma i naturalność, Fajdrosie, prowadzą do upojenia i pożądania, prowadzą szlachetnego może człowieka do strasznej zbrodni uczucia, którą jego własna, piękna surowość odrzuca jako haniebną, prowadzą do przepaści, i one prowadzą do przepaści. Nas, poetów, powiadam, prowadzą one tam, gdyż nie jesteśmy zdolni do wzlotów, tylko do wyskoków. A teraz odchodzę, Fajdrosie, ty zostań tu; i dopiero gdy mnie już nie będziesz widział, odejdź i ty.

Elizabeth Bishop

1911-1979, Estados Unidos

Trad. D. Sam Abrams y Joan Margarit

En los almacenes de pescado

Aun siendo un frío ocaso,
allá abajo, en una de las piscifactorías,
un viejo estaba sentado, cosiendo su red
con su usada y pulida lanzadora
en la luz crepuscular, casi invisible,
de un oscuro castaño violáceo.
Hay en el aire un olor tan fuerte a bacalao
que hace moquear y lagrimear.
Los cinco almacenes de pescado tienen tejados puntiagudos y pendientes
y estrechas y rugosas pasarelas para que no resbalen,
al subir y bajar, las carretillas de los desvanes bajo la cubierta.
Todo es de plata: la pesada superficie del mar,
hinchándose con lentitud como si pensara desbordarse,
es opaca, pero la plata de los bancos,
de las nansas para las langostas y de los mástiles, todo ello extendido
entre las salvajes y afiladas rocas,
tiene un aspecto aparentemente traslúcido,
como las bajas, viejas construcciones con un musgo esmeralda
que ha crecido en los muros del lado de la orilla.
Los grandes cubos de pescado están completamente recubiertos
de capas de hermosas escamas de arenques,
y las carretillas tienen un enlucido semejante
hecho con esta cremosa, iridiscente cota de malla
con pequeñas, iridiscentes moscas arrastrándose por encima.
Sobre la leve cuesta detrás de las casas,
puesto en una escasa y luminosa extensión de hierba
hay un antiguo cabrestante de madera agrietada,
con las dos manivelas despintadas
y manchas melancólicas, como de sangre seca,
allí donde el hierro se ha oxidado.
El viejo acepta un Lucky Strike.
Fue amigo de mi abuelo.
Hablamos del declinar de la población,
del bacalao y del arenque,
mientras espera la llegada del bote del arenque.
Hay lentejuelas en su pulgar y en su chaleco.
Ha raspado la principal belleza, las escamas
de innumerables peces con este viejo y negro cuchillo
cuyo filo está gastado casi por completo.

Abajo, junto al agua, en el lugar
donde se hallan las barcas, sobre la larga rampa
que desciende hasta el agua, los delgados y plateados
troncos están puestos horizontales
al través de la piedra gris,
pendiente abajo, a intervalos de cuatro o cinco pies.

Fría y profunda oscuridad, absolutamente clara,
un elemento no soportable por mortal alguno,
ni siquiera por los peces o las focas… Una foca, una en particular,
la he visto aquí tarde tras tarde.
Sentía curiosidad por mí. Estaba interesada en la música:
como yo, creía en la inmersión total,
tanto que yo solía cantarle himnos baptistas.
También le cantaba
“Mi Dios es una poderosa fortaleza”.
Estaba sobre el agua y no dejaba de mirarme
moviendo un poco su cabeza.
Más tarde desaparecía, y de pronto emergía,
casi en el mismo sitio, con una especie de alzamiento de hombros,
como si lo que ocurría fuese en contra de su mayor sensatez.
Fría, profunda, oscura y absolutamente clara,
el agua clara, helada y gris… Detrás, a nuestra espalda,
comienzan los solemnes abetos.
Azulados, unidos a sus sombras,
un millón de árboles de Navidad están esperando
a que llegue la Navidad. El agua parece suspendida
sobre las redondeadas piedras grises, de un gris azulado.
Yo había visto, una y otra vez, el mismo mar, el mismo,
balanceándose ligeramente con indiferencia sobre las piedras,
gélidamente libre sobre las piedras,
sobre las piedras y también sobre el mundo.
Si sumergieras dentro de él tu mano,
inmediatamente te dolería la muñeca,
empezarían a dolerte los huesos, y la mano te quemaría
como si el agua se transmutase en fuego
que se alimentara de piedras consumiéndose con una llama gris oscuro.
Si lo probaras, primero te sabría amargo,
después como salmuera, y al final quemaría tu lengua.
Es como imaginamos que es el conocimiento:
oscuro, salado, claro, móvil, completamente libre,
sorbido de la fría, dura boca
del mundo, derivado para siempre de su pecho rocoso
entrando y retirándose, y, puesto que
nuestro conocimiento es histórico, entrando y fluyendo.

Fotogramas de Atando cabos. Fotografías de William Egglestone y Rachel Adams

Tłum. Andrzej Sosnowski

Przy rybaczówkach

Chociaż to zimny wieczór,
przy jednej hurtowni w porcie
stary mężczyzna wiąże sieć
ledwie widoczny w pomroce,
sieć ciemną, brunatnoczerwoną
czółenkiem wytartym i gładkim.
Woń dorsza tak ostra w powietrzu,
że łzy ciekną i kręci cię w nosie.
Pięć magazynów ma stożkowe dachy
i stromo biegną pod składy na poddasza
wąskie kładki z poprzecznymi listwami
dla taczek pchanych w górę i w dół.
Samo srebro: ciężkiej powierzchni morza
nabrzmiewającej powoli, jakby w rozterce,
czy się nie rozlać, jest matowe, ale srebro
ławek, więcierzy na homary, masztów
rozsypanych wśród uskoków dzikich skał
ma łudząco przejrzystą świetlistość,
jak te stare budynki ze szmaragdowym mchem
porastającym ich niskie ściany od wybrzeża.
Wielkie kadzie na ryby są koronkowo pokryte
całymi warstwami ślicznych łusek śledzi,
tak jak taczki, podobnie wyklejane
opalizującą i śmietankową kolczugą
z pełzającymi, tęczującymi muszkami.
Na niewysokim zboczu z tyłu chat,
w kępce rzadkiej i jaskrawej trawy
stoi staroświecki drewniany kabestan,
pęknięty, z parą długich, zbielałych korb
i melancholijnymi plamami jakby zaschłej krwi
wszędzie tam, gdzie żelazne części zardzewiały.
Staruszek zapali mojego lucky strike’a.
Przyjaźnili się z moim dziadkiem.
Rozmawiamy o malejącej populacji,
rozmawiamy o dorszu i śledziu;
czeka na przyjście kutra ze śledziami.
Widać cekinki na bluzie i na kciuku.
Zdarł całą łuskę, kardynalne piękno,
z niezliczonych ryb tym czarnym nożykiem,
którego ostrze prawie się przetarło.

W dole nad samą wodą, w miejscu,
gdzie wyciągają kutry po długiej pochylni
schodzącej w głąb wody, srebrzyste pnie
cienkich drzew biegną w dół poprzecznie
po szarych kamieniach, jeden za drugim,
co cztery, pięć stóp, w dół.

Zimny, skryty, głęboki, absolutnie jasny
żywioł nie dla śmiertelnych,
dla ryb i dla fok… Zwłaszcza jedną fokę
oglądam tutaj co wieczór.
Zainteresowała się mną. Ma muzyczne zacięcie;
zwolenniczka gruntownego zanurzenia, jak ja,
więc śpiewałam jej hymny baptystów.
Śpiewałam też „Mocarną twierdzą jest nasz Pan”.
Pionowo zamierała w wodzie, mierząc mnie
badawczym wzrokiem i lekko kiwając głową.
Później dawała nura, żeby raptownie wypłynąć
niemal w tym samym miejscu i tak się otrząsnąć,
jakby się sobie dziwiła.
Zimna, skryta, głęboka, absolutnie jasna,
jasna, szara, lodowata woda… Z tyłu, za nami
zaczynają się te uroczyste, smukłe jodły.
Niebieskawy, w świcie nieodłącznych cieni,
milion bożonarodzeniowych drzewek stoi,
czeka na Gwiazdkę. Woda jakby się uniosła
nad obłymi, szarymi, szaroniebieskimi kamieniami.
Widziałam to tyle razy, to samo morze, to samo,
nieznacznie, obojętnie huśtające się nad kamieniami,
z lodowatą swobodą nad kamieniami,
nad kamieniami, i wreszcie nad światem.
Gdybym tak zanurzyła teraz dłoń,
nadgarstek zabolałby natychmiast,
kostki przeszyłby ból i dłoń musiałaby palić,
jak gdyby woda była transmutacją ognia,
który trawi kamienie, płonąc
ciemnoszarym płomieniem. Gdybym spróbowała,
smak byłby najpierw gorzki, potem słony, a później
jak pożar języka. W tym świetle widzimy też wiedzę:
skrytą, słoną, jasną, bezmiernie swobodną i w ruchu,
hojną u zimnych i twardych ujść świata,
ściąganą z jego skalistych piersi
bez końca, płynną i hojną, a ponieważ
nasza wiedza jest historyczna, płynną i płonną.

At the Fishhouses

Although it is a cold evening,
down by one of the fishhouses
an old man sits netting,
his net, in the gloaming almost invisible,
a dark purple-brown,
and his shuttle worn and polished.
The air smells so strong of codfish
it makes one’s nose run and one’s eyes water.
The five fishhouses have steeply peaked roofs
and narrow, cleated gangplanks slant up
to storerooms in the gables
for the wheelbarrows to be pushed up and down on.
All is silver: the heavy surface of the sea,
swelling slowly as if considering spilling over,
is opaque, but the silver of the benches,
the lobster pots, and masts, scattered
among the wild jagged rocks,
is of an apparent translucence
like the small old buildings with an emerald moss
growing on their shoreward walls.
The big fish tubs are completely lined
with layers of beautiful herring scales
and the wheelbarrows are similarly plastered
with creamy iridescent coats of mail,
with small iridescent flies crawling on them.
Up on the little slope behind the houses,
set in the sparse bright sprinkle of grass,
is an ancient wooden capstan,
cracked, with two long bleached handles
and some melancholy stains, like dried blood,
where the ironwork has rusted.
The old man accepts a Lucky Strike.
He was a friend of my grandfather.
We talk of the decline in the population
and of codfish and herring
while he waits for a herring boat to come in.
There are sequins on his vest and on his thumb.
He has scraped the scales, the principal beauty,
from unnumbered fish with that black old knife,
the blade of which is almost worn away.

Down at the water’s edge, at the place
where they haul up the boats, up the long ramp
descending into the water, thin silver
tree trunks are laid horizontally
across the gray stones, down and down
at intervals of four or five feet.

Cold dark deep and absolutely clear,
element bearable to no mortal,
to fish and to seals . . . One seal particularly
I have seen here evening after evening.
He was curious about me. He was interested in music;
like me a believer in total immersion,
so I used to sing him Baptist hymns.
I also sang “A Mighty Fortress Is Our God.”
He stood up in the water and regarded me
steadily, moving his head a little.
Then he would disappear, then suddenly emerge
almost in the same spot, with a sort of shrug
as if it were against his better judgment.
Cold dark deep and absolutely clear,
the clear gray icy water . . . Back, behind us,
the dignified tall firs begin.
Bluish, associating with their shadows,
a million Christmas trees stand
waiting for Christmas. The water seems suspended
above the rounded gray and blue-gray stones.
I have seen it over and over, the same sea, the same,
slightly, indifferently swinging above the stones,
icily free above the stones,
above the stones and then the world.
If you should dip your hand in,
your wrist would ache immediately,
your bones would begin to ache and your hand would burn
as if the water were a transmutation of fire
that feeds on stones and burns with a dark gray flame.
If you tasted it, it would first taste bitter,
then briny, then surely burn your tongue.
It is like what we imagine knowledge to be:
dark, salt, clear, moving, utterly free,
drawn from the cold hard mouth
of the world, derived from the rocky breasts
forever, flowing and drawn, and since
our knowledge is historical, flowing, and flown.   

A %d blogueros les gusta esto: