1940 – , Sudáfrica/Australia
Trad. Javier Calvo
tierras de Poniente
Mis fiebres iban y venían, distinguibles únicamente por las flexiones de las alas del alma que traía la fiebre y por el tedio pesado del regreso a la tierra. Volví a habitar el pasado y medité sobre mi vida como domador de la naturaleza salvaje. Medité sobre los acres de territorio nuevo que había devorado con la mirada. Medité sobre las muertes que yo había presidido, la lengua fláccida del antílope y el crujido nítido del caparazón del escarabajo. Con un ligero golpe de las alas habité en los caballos que habían vivido debajo de mí (¿qué les había parecido todo?), en el cuero paciente de mis botas, en el aire que había presionado contra mí allí adonde me movía. De esa manera progresé, mandándome a mí mismo hacia fuera desde el espacio encogido de mi lecho a fin de reposeer mi viejo mundo, y lo reposeí, hasta que, llegando a estar cara a cara con las certezas extrañas del sol y la piedra, tuve que mantenerme a distancia, dejándolas para el día en que ya no me acobardaran. El desierto de piedra reverberaba en medio de la bruma. Detrás de aquel exterior familiar de color rojo o gris —habló la piedra desde su corazón de piedra al mío—, de aquel exterior que se adentraba en todas las dimensiones deshabitadas por el hombre, tiende su emboscada un interior negro y muy, muy ajeno al mundo. Sin embargo, bajo el mazazo del explorador, ese interior inocente se transforma en un destello, en una imagen repleta, confiada y mundana del exterior rojo o gris. ¿Cómo entonces, preguntaba la piedra, puede aquel que blande el mazo y que busca penetrar en el corazón del universo estar seguro de que existen los interiores? ¿Acaso no son ficciones, esos interiores como cebos para ser violados que el universo usa para sacar afuera a sus exploradores? (Sepultado en su arca, mi corazón también llevaba toda la vida viviendo en la oscuridad. Mis tripas quedarían deslumbradas si yo me perforara a mí mismo. Estas ideas me incomodaban).
(…)
En la naturaleza salvaje pierdo todo sentido de los límites. Es una consecuencia del espacio y de la soledad. La operación del espacio es como sigue: los cinco sentidos se despliegan desde el cuerpo que habitan, pero cuatro de ellos se extienden en un vacío. El oído no puede oír, la nariz no puede oler, la lengua no puede probar sabores, la piel no puede sentir. La piel no puede sentir: el sol se abate sobre el cuerpo, la carne y la piel se mueven dentro de una bolsa de calor, la piel se tensa en vano alrededor, todo es sol. Sólo la mirada tiene poder. La mirada es libre, se extiende por el horizonte en todas direcciones. Nada se oculta a la mirada. A medida que los demás sentidos se embotan o quedan aturdidos, mi mirada se flexiona y se extiende. Me convierto en un ojo reflectante esférico que se mueve por el yermo y lo ingiere. Destructor del yermo, me muevo por la tierra abriendo un camino devorador de un horizonte al siguiente. No hay nada que me haga girar la mirada, soy todo lo que veo. ¡Qué soledad! Ni una piedra, ni un matorral, ni una maldita hormiguita hacendosa que no esté comprendida en esta esfera de viaje. ¿Qué existe que no sea parte de mí? Soy un saco transparente con un núcleo negro lleno de imágenes y un arma de fuego.
El arma de fuego representa la esperanza de que exista algo que no sea uno mismo. El arma de fuego es nuestra última defensa contra el aislamiento dentro de la esfera de viaje. El arma de fuego es nuestra mediadora con el mundo y por tanto nuestra salvadora. Las noticias que trae el arma de fuego: fulanito está afuera, no tengas miedo. El arma de fuego nos salva del miedo de que toda la vida esté dentro de nosotros. Lo hace desplegando a nuestros pies todas las pruebas que necesitamos de un mundo moribundo y por tanto vivo. Yo me muevo por la naturaleza salvaje con mi arma de fuego echada al hombro en el margen de mi mirada y mato elefantes, hipopótamos, rinocerontes, búfalos, leones, leopardos, perros, jirafas, antílopes y ciervos de todas las clases, aves de caza de todas las clases, liebres y serpientes. Detrás de mí voy dejando una montaña de piel, huesos, cartílago no comestible y excremento. Todo esto es la pirámide que voy dispersando en honor a la vida. Es la obra de mi vida, mi proclama incesante de la alteridad de los muertos y por tanto de la alteridad de la vida. También un arbusto está vivo, no hay duda. Desde un punto de vista práctico, sin embargo, un arma de fuego es inútil contra el mismo. Hay otras extensiones del yo que podrían ser eficaces contra los arbustos y los árboles y que convierten sus muertes en himnos a la vida, un aparato lanzallamas, por ejemplo. Pero en cuanto a un arma de fuego, una descarga de perdigones disparada a un árbol no quiere decir nada, un árbol no sangra, permanece impávido, vive atrapado en su arbolidad, ahí afuera y por tanto aquí dentro. A diferencia de la liebre que suelta su último jadeo a tus pies. La muerte de la liebre es la lógica de la salvación. Porque o bien estaba viviendo ahí fuera y al morir entra en un mundo de objetos, y por tanto yo quedo satisfecho, o bien estaba viviendo dentro de mí y se niega a morir dentro de mí, puesto que sabemos que ningún hombre ha odiado nunca su propia carne, que la carne se niega a matarse a sí misma, que todo suicidio es una declaración de que el que mata no el mismo que la víctima. La muerte de la liebre es mi carne metafísica, igual que la carne de la liebre se convierte en la carne de mis perros. La liebre muere para evitar que mi alma se funda con el mundo. Todos los honores para la liebre. Y tampoco es fácil de alcanzar.
No podemos hacer recuento de la naturaleza salvaje. La naturaleza salvaje es una porque carece de límites. Podemos contar higueras, podemos contar ovejas porque el huerto y la granja están cercados. La esencia del árbol de huerto y de la oveja de granja es el hecho de que están numerados. Nuestro comercio con la naturaleza salvaje es una empresa inagotable de convertirla en huerto y en granja. Cuando no podemos cercarla para hacer recuento la reducimos a números por otros medios. Toda criatura salvaje que yo mato cruza la frontera entre la naturaleza salvaje y el número. He presidido la transformación en números de diez mil criaturas, y eso omitiendo a los innumerables insectos que han expirado bajo mis pies. Soy un cazador, un domador de la naturaleza salvaje, un héroe de la enumeración. Quien no entiende los números no entiende la muerte. La muerte es para él igual de incomprensible que para un animal. Esto es cierto para el bosquimano, y se puede ver en su lenguaje, que no incluye un procedimiento para contar cosas.
El instrumento de supervivencia en la naturaleza salvaje es el arma de fuego, pero la necesidad de la misma no es física sino metafísica. Las tribus nativas han sobrevivido sin el arma de fuego. Yo también podría sobrevivir en el yermo armado únicamente con arco y flechas, pero me temo que al verme tan desprotegido perecería no de hambre sino de esa enfermedad del espíritu que lleva al babuino enjaulado a sacarse las entrañas. Ahora que el arma de fuego ha llegado entre ellos, las tribus nativas están condenadas no sólo porque dicha arma los matará en grandes cantidades, sino porque el ansia de la misma los alienará de la naturaleza salvaje. Todo territorio por el que yo desfilo con mi arma se convierte en un territorio desgajado del pasado y vinculado al futuro.



Fotografía de un boer, dibujos de William Kentridge
Tłum. Magdalena Konikowska
Ciemny kraj
Napady gorączki nadchodziły i przemijały, niewiele się różniąc między sobą: dusza już to rozpościerała skrzydła, już to spadała na grząską ziemię. Znów przeniesiony w przeszłość, rozmyślałem o swoim życiu pogromcy dziczy. Myślałem o nowych obszarach, które pożerałem wzrokiem. O różnych postaciach śmierci, których byłem świadkiem – o bezwładnym języku antylopy, o zmiażdżonym pancerzu żuka. Lekkim ruchem skrzydeł przeniosłem się w ciało koni, które żyły pode mną (co one o tym wszystkim sądziły?), w cierpliwą skórę butów, w powietrze napierające na mnie, gdziekolwiek się zwróciłem. Tak oto, wyrywając się ze skurczonej przestrzeni łóżka, znowu brałem w posiadanie swój dawny świat, aż wreszcie, w obliczu obcych pewników słońca i kamienia, musiałem ustąpić, poczekać na ów dzień, gdy śmiało stawię im czoło. Kamienna pustynia migotała w skwarze. Za powszednią fasadą w barwach czerwieni lub szarości – tak mówił do mnie kamień z głębi swego kamiennego serca – za tą fasadą, która się wdziera w każdy wymiar zamieszkany przez człowieka, czai się ciemne wnętrze nieznane światu. Jednakże pod ciosem odkrywcy, w ułamku chwili, skryte wnętrze ukazuje bogaty, pewny, doczesny obraz czerwono-szarej fasady. Skąd zatem – pytał kamień – ten, kto zadaje cios, pragnąc skruszyć serce wszechświata, wie, że w ogóle istnieje fasada? Czy uroki bezbronnego wnętrza nie są jedynie fikcją, dzięki której wszechświat wabi swych odkrywców? (Moje pogrzebane serce również wiodło życie po ciemku. Gdybym siebie przedziurawił, oślepłoby w świetle. To niepokojące myśli.)
(…)
W głuszy tracę poczucie granic. Tak działa przestrzeń i samotność. Oto wpływ przestrzeni: pięć zmysłów sięga poza ciało, lecz cztery napotykają pustkę. Ucho nie słyszy, nos nie wyczuwa zapachów, język nie czuje smaku, skóra nie czuje nic. Skóra nie czuje: słońce praży ciało, ciało i skóra poruszają się w otoczce skwaru, skóra na próżno się rozciąga, wszędzie tylko słońce. Jedynie oczy ma- ją moc. Oczy są wolne, śledzą horyzont dookoła. Przed oczami nic się nie ukryje. Gdy inne zmysły stępiały, wzrok się wyostrza, wybiega daleko. Sam staję się kulistym lustrzanym okiem, które przemierza i wchłania głuszę. Ja, niszczyciel dziczy, pokonując ziemię, wycinam drogę od horyzontu po horyzont. Oko niczego nie omija, jestem tym wszystkim, co widzę. Jakaż samotność! Wędrująca ku- la zawiera każdy kamień, każdy krzak, każdą nieszczęsną przezorną mrówkę. Czy w ogóle istnieje cokolwiek poza mną samym? Jestem przejrzystą gałką o czarnym jądrze, po brzegi wypełnioną obrazami, uzbrojoną w strzelbę.
Strzelba symbolizuje nadzieję, że istnieje coś poza nami. Strzelba to ostatni środek obrony przed izolacją w ruchomej kuli. To pośredniczka w związkach ze światem, a więc nasza zbawczyni. Oto głos strzelby: „Ktoś, coś jest na zewnątrz, nie bój się». Strzelba chroni przed lękiem, że to w nas się zawiera cały byt. Kładzie nam u stóp namacalne świadectwa agonii, a tym samym dowody życia. Przemierzając głuszę ze strzelbą przy oku, kładę trupem słonie, hipopotamy, nosorożce, bawoły, Iwy, lamparty, likaony, żyrafy, antylopy wszelkiego rodzaju, wszelkie- go rodzaju ptactwo, zające, węże; za sobą pozostawiam górę kości, skóry, niejadalnych chrząstek, odchodów. To moja rozproszona piramida życia. Dzieło mojego życia, nieustanna proklamacja odrębności martwych, a zatem odrębności żywych. Niewątpliwie krzew również żyje. W praktyce jednak strzelba na nic się tutaj nie przyda. Wobec krzewów i drzew – po to by ich śmierć przeobrazić w pochwałę życia – należałoby stosować inne prze- dłużenie jaźni, chociażby miotacz ognia. Strzelba bowiem, wystrzał w drzewo nie ma znaczenia, drzewo nie krwawi, drzewo pozostaje niewzruszone, nadal żyje uwięzione w drzewie, tam i zarazem tutaj. Co innego zając, gdy przy nas wyzionie ducha. Śmierć zająca to logiczny wstęp do zbawienia. Bo albo żył i umiera w świecie materii, co mnie cieszy, albo też żył we mnie i we mnie nie umrze, wiemy bowiem, że żaden człowiek nigdy nie czuł nienawiści do własnego ciała, że ciało siebie nie zabije, że samobójstwo wieści odrębność zabójcy od ofiary. Śmierć zająca to mój posiłek metafizyczny, tak jak zajęcze mięso jest karmą dla moich psów. Zając umiera po to, aby moja dusza nie zespoliła się ze światem. Cześć zającowi. Niełatwo zresztą go ustrzelić.
Dziczy nie zliczymy. Dzicz to jedność, ponieważ nie ma granic. Można policzyć drzewa figowe, można policzyć owce, bo sad i farma są ograniczone. Istotą figowca i owcy jest liczba. Nasz kontakt z dziczą polega na tym, że niezmordowanie usiłujemy ją przekształcić w sad i w farmę. Gdy nie potrafimy jej ogrodzić ani zliczyć, sprowadzamy dzicz do liczby na inne sposoby. Każde zwierzę, które zabijam, przekracza granicę między dziczą a liczbą. Panowałem nad dziesięcioma tysiącami stworzeń, pominąwszy niezliczone owady, które wyzionęły ducha pod moimi stopami. Jestem myśliwym, oswajam dzicz, liczę po mistrzowsku. Kto nie rozumie liczb, ten nie rozumie śmierci. Dla kogoś takiego śmierć jest równie niepojęta jak dla zwierzęcia. Dotyczy to choćby Buszmenów – ich język nie zna procesu liczenia.
Narzędziem przetrwania w głuszy jest strzelba, choć broni potrzebujemy raczej w sensie metafizycznym niż materialnym. Tubylcze plemiona przeżyły bez strzelb. Ja również mógłbym żyć w dziczy uzbrojony jedynie w łuk i strzały, gdybym się nie obawiał, że w takim razie nie za- bije mnie głód, lecz ta sama choroba ducha, która sprawia, że pawian w klatce robi pod siebie. Teraz, wyposażeni w strzelby, tubylcy są skazani na zagładę – nie od kul, ale dlatego że pożądając tej broni, zerwą więź z dziczą. Każdy obszar, gdzie kroczę ze strzelbą, odcina się od przeszłości i wiąże z przyszłością.