Jerzy Ficowski

Su obra está profundamente marcada por la huella de la guerra, la opresión y el genocidio. Ficowski fue el portavoz en Polonia de la poesía gitana y judía. Descubrió, defendió y tradujo la poesía de los gitanos polacos, los judíos y también la de los poetas yidis (editor de Papusza, especialista en Bruno Schulz, traductor de Federico García Lorca). En 2022 la editorial Confuencias publicó una selección de su poesía «Lectura de cenizas» en traducción de Elzbieta Bortkiewicz (traductora de Bruno Schulz, Adam Zagajewski entre otros).

1924 – 2006, Polonia

Trad. Ada Trzeciakowska

Paso de gansos salvajes

En octubre de aves caídas
en la noche más profunda
un destello de luz cegadora o más bien
ornamento in absentia
en los oscuros túneles de la conjetura
letanías en vuelo o más bien
procesiones sonoras
santo santo santo
súplicas de gansos salvajes
oración de pura biología

se llevan de mis ojos
la noche estrecha
levantándola más amplia
al alto espacio del más allá
Veo a ciegas

su graznido anunciando
que se acercan volando blancos blancos
pese al omnívoro negro blancos

A los ángeles les es más fácil
Pueden sobrevolar la oscuridad

Fotografias de John Schmidt y Francesca Woodman

Przelot dzikich gęsi

W opadłym z ptactwa październiku
nocą zupełną
smuga ślepego blasku czy raczej
ornament zaoczny
w ociemniałych tunelach domysłu
przelatujące litanie czy raczej
procesje dźwięków
święty święty święty
supliki dzikich gęsi
modlitwa czystej biologii

zdejmują mi z oczu
ciasną noc
unoszą ją szerzej
w wysoką przestrzeń ponadwidzialną
Widzę na oślep

gęgot oznajmujący
że lecą białe lecą białe białe
pomimo czerni wszystkożernej białe

Aniołom łatwiej Lecą nad ciemnością

Bruno Schulz

1892-1942, Polonia

Trad. Elzbieta Bortkiewicz y Juan C. Vidal

Sanatorio bajo la clepsidra

La noche de julio

Pasaba las noches de ese verano en un cine-teatro del pueblo que no abandonaba hasta terminar la última función.
De la oscuridad del cine, desgarrada por el pánico de luces y sombras, se salía a un silencioso y claro vestíbulo, un refugio en la inmensidad de la noche tormentosa.
Tras una fantástica carrera entre los baches de la película, el corazón, cansado por las aventuras de la pantalla, se apaciguaba en ese luminoso vestíbulo cuyas paredes lo aislaban de la presión de la grandiosa noche patética, en ese puerto seguro donde el tiempo se había detenido hacía mucho y las bombillas despedían en vano una luz estéril, onda a onda, con un ritmo determinado de una vez para siempre por el sordo ronroneo de un motor que hacía temblar la cabina de la cajera.
Ese vestíbulo, sumido en el ocio de las tardías horas como si fuese la sala de espera de una estación mucho después de la partida del último tren, parecía por momentos ser el fondo de la existencia, aquello que quedará cuando hayan sucedido todos los acontecimientos, cuando se haya agotado el barullo de la pluralidad. En un enorme cartel colorado Asta Nielsen se tambaleaba con el negro estigma de la muerte en la frente, abría los labios en un último grito y contraía inhumanamente sus bellos ojos.
La cajera se había marchado a su casa. Probablemente se agitaba en su cuarto, cerca de la cama que la esperaba como una lancha para llevarla entre negras lagunas de sueños, hacia los embrollos imaginados de aventuras y azares.
Aquella que se sentaba en la caja era sólo su exterioridad, un fantasma engañoso mirando con ojos cansados y muy pintados en el vacío de la luz, pestañeando maquinalmente para sacudir el polvo dorado del sueño que caía de las lámparas eléctricas. A veces, sonreía levemente al sargento de bomberos quien, abandonado hace tiempo por su realidad, seguía apoyado contra la pared, quieto para siempre con su nítido casco en la aséptica magnitud de sus hombreras, cordones plateados y medallas.
En la lejanía sonaban al son del motor los vidrios de la puerta que daba a la tardía Noche de Julio, mas el reflejo de la araña eléctrica cegaba el vidrio, negaba la noche, remendaba como podía la ilusión del acogedor puerto que nos protegía contra el elemento de la inmensa nocturnidad. Al final, el encanto de la sala de espera tuvo que desvanecerse. Las vítreas puertas se abrieron y la cortina roja aspiró el aliento de la noche que lo invadió todo. ¿No sentís el misterioso, el profundo sentido de la aventura, cuando el enjuto y pálido bachiller sale solitario por la puerta de vidrio del seguro puerto y se dirige a la inmensidad de la Noche de Julio? ¿Atravesará esos pantanos negros, esas marismas y precipicios de la noche infinita y aterrizará mañana en otro puerto? ¿Cuántos decenios durará esa negra odisea?
Nadie ha escrito todavía la topografía de la Noche de Julio. En la geografía interior del cosmos esas páginas siguen vacías.
¡Noche de Julio! ¡Con qué compararla, cómo describirla! ¿Será el vestigio de una colosal rosa negra que nos encubre con el sueño milenario de sus pétalos de terciopelo? El viento de la noche sopla su plumón y en su seno aromático nos alcanza la mirada de las estrellas. ¿La compararé, repleta de polen volátil, blancas adormideras de estrellas, cohetes y meteoros, con el firmamento negro de nuestros párpados semicerrados? ¿O quizá tendré que asimilarla al tren nocturno tan largo cómo el mundo que cruza un infinito túnel negro? ¿Ir por la Noche de Julio saltando a duras penas de un vagón a otro, viajando entre pasajeros somnolientos, pasillos estrechos, compartimientos mal ventilados y corrientes que se entrecortan?
¡Noche de Julio! ¡El secreto fluido de la oscuridad viva, de la acechante materia móvil de la sombra que modela sin cesar formas del caos para, inmediatamente después, rechazarlas! ¡Material negro amontonado en grutas, bóvedas y pórticos alrededor del vagabundo errante!
Acompaña como un parlanchín inoportuno al explorador y lo encierra en el círculo de sus fantasmas; inventa incansablemente, delira, fantasea, alucina con lejanías estelares, blancas vías lácteas, laberintos de interminables coliseos y foros. Es el aire de la noche, es ese Prometeo que se divierte formando espesuras aterciopeladas, líneas de fragancia de jazmines, cascadas de ozono, repentinas selvas sin aire que crecen infinitamente como pompas negras y aterradores racimos de seguridad cargados de jugo negro. Me meto entre esas estrechas cornisas, agacho la cabeza bajo arcos y bóvedas y he aquí que, súbitamente, el techo se rompe y se abre por un instante con un suspiro estelar la cúpula sin fin para hacerme regresar otra vez a estrechas paredes, pasadizos y molduras.
(…) Al final, en los extremos de la ciudad, la noche renuncia a sus bromas, se desvela y descubre su cara seria y eterna. Ya no nos enreda en su ilusorio laberinto de alucinaciones delirantes y abre ante nuestros ojos su eternidad estelar. El firmamento crece hacia el infinito, las constelaciones llaman, trazan en su magnitud mágicas figuras en el cielo que quieren anunciar algo definitivo con su silencio escalofriante.
Del destello de mundos lejanos llega el croar de las ranas, el argentado barullo astral. El cielo de Julio siembra la inaudible lluvia de meteoros que, en silencio, va a saciar al universo.

Fotogramas Cinema Paradiso, La mano de Dios; fotografía de la actriz danesa Asta Nielsen; fotografías de  Marta Bevacqua, Antonio Guerra

Sanatorium pod klepsydrą

Noc lipcowa

Wieczory tego lata spędzałem w kinoteatrze miasteczka. Opuszczałem go po ostatnim przedstawieniu.
Z czarności sali kinowej rozdartej popłochem latających świateł i cieni wchodziło się do cichego, jasnego westybulu, jak z bezmiaru nocy burzliwej do zacisznej gospody.
Po fantastycznej gonitwie po wertepach filmu uspokajało się zgonione serce po ekscesach ekranu w tej poczekalni jasnej, zamkniętej ścianami od naporu wielkiej patetycznej nocy, w tej przystani bezpiecznej, gdzie czas ustał od dawna, a żarówki wypuszczały nadaremnie jałowe światło, fala po fali, w rytmie raz na zawsze ustalonym przez głuchy tupot motoru, od które­ go lekko drżała budka kasjerki.
Ten westybul zanurzony w nudę późnych godzin, jak pocze­kalnie kolejowe dawno po odejściu pociągów, zdawał się chwi­lami ostatecznym tłem bytu, tym, co pozostanie, gdy przeminą wszystkie zdarzenia, gdy wyczerpie się zgiełk wielości. Na wielkim kolorowym afiszu Asta Nielsen słaniała się już na zawsze z czarnym stygmatem śmierci na czole, raz na zawsze usta jej były otwarte w ostatnim krzyku, a oczy wytężone nadludzko i ostatecznie piękne.
Kasjerka dawno powędrowała do domu. Krzątała się teraz zapewne w swym pokoiku koło rozścielonego łóżka, które czekało na nią jak łódka, by unieść ją między czarne laguny snu, w zawikłania sennych przygód i awantur. Ta, co siedziała w budce, to tylko powłoka jej, fantom złudny, patrzący znużo­nymi, jaskrawo malowanymi oczyma w pustkę światła, trzepo­cący bezmyślnie rzęsami dla strącenia złotego pyłu senności sypiącego się bez końca z lamp elektrycznych. Czasem uśmie­chała się blado do sierżanta straży ogniowej, który sam dawno opuszczony przez swą realność, stał oparty o ścianę, na zawsze nieruchomy w swym lśniącym kasku, w jałowej świetności epo­letów, sznurów srebrnych i medali. Z daleka brzęczały w ryt­ mie motoru szyby szklanych drzwi prowadzących w późną noc lipcową, ale refleks elektrycznego pająka oślepiał szkło, negował noc, łatał, jak mógł, złudzenie bezpiecznej przystani nie za­grożonej żywiołem ogromnej nocy. W końcu przecież czar poczekalni musiał prysnąć, drzwi szklane otwierały się, czerwo­na portiera wzbierała tchem nocy, która nagle stawała się wszystkim.
Czy czujecie tajemny, głęboki sens tej przygody, gdy wątły i blady maturzysta wychodzi przez szklane drzwi z bezpiecz­nej przystani sam jeden w bezmiar nocy lipcowej? Czy prze­ brnie kiedyś te czarne moczary, trzęsawiska i przepaście nie­ skończonej nocy, czy wyląduje jakiegoś poranku w bez­piecznym porcie? Ile dziesiątek lat trwać będzie ta czarna odyseja?
Nikt jeszcze nie napisał topografii nocy lipcowej. W geografii wewnętrznego kosmosu te karty są nie zapisane.
Noc lipcowa! Z czym by ją porównać, jak opisać? Czy porównam ją do wnętrza ogromnej czarnej róży nakrywającej nas snem stokrotnym tysiąca aksamitnych płatków? Wiatr nocny rozdmuchuje do głębi jej puszystość i na dnie wonnym dosięga nas spojrzenie gwiazd.
Czy porównam ją do czarnego firmamentu naszych przy­mkniętych powiek, pełnego wędrujących pyłów, białego maku gwiazd, rakiet i meteorów?
A może porównać ją do długiego jak świat nocnego pociągu, jadącego nieskończonym czarnym tunelem? Iść przez noc lipcową to przedzierać się z trudem z wagonu do wagonu, pomiędzy sennymi pasażerami, wśród ciasnych korytarzy, dusznych prze­działów i krzyżujących się przeciągów.
Noc lipcowa! Tajemny fluid mroku, żywa, czujna i ruchli­wa materia ciemności, nieustannie kształtująca coś z chaosu i każdy kształt natychmiast zrzucająca! Budulec czarny piętrzą­ cy dookoła sennego wędrowca pieczary, sklepienia, wnęki i nyże! Jak natrętny gaduła towarzyszy ona samotnemu wędrowcowi zamykając go w kręgu swych widziadeł, niezmordo­wana w wymyślaniu, bredzeniu, fantazjowaniu — halucynując przed nim gwiezdne dale, białe drogi mleczne, labirynty nieskończonych koloseów i forów. Powietrze nocy, ten czarny Proteusz formujący dla zabawy aksamitne zgęszczenia, pasma jaśminowej woni, kaskady ozonu, nagłe bezpowietrzne głusze rosnące jak czarne banie w nieskończoność, potworne wino­ grona ciemności, wezbrane ciemnym sokiem. Przepycham się wśród tych ciasnych framug, pochylam głowę pod te łuki i sklepienia nisko nawisłe i oto nagle sufit urywa się, z gwiezdnym westchnieniem otwiera się na chwilę kopuła bezdenna, aby wnet zaprowadzić mnie znów między ciasne ściany, przejścia i framugi. (…)
Wreszcie na końcu miasta noc rezygnuje ze swych igraszek, zrzuca zasłonę, odsłania swą poważną i wieczną twarz. Już nie zabudowuje nas w złudnym labiryncie halucynacyj i majaków, otwiera przed nami gwiaździstą swą wieczność. Firmament rośnie w nieskończoność, gwiazdozbiory płoną w swej świetności w pozycjach odwiecznych, rysując magiczne figury na niebie, jak gdyby chciały coś zwiastować, obwieścić coś ostateczne­ go swym przeraźliwym milczeniem. Od migotania dalekich tych światów płynie rechot żab, srebrny gwar gwiezdny. Lipco­we niebiosa sieją niesłyszalny mak meteorów wsiąkający cicho w wszechświat.


Bruno Schulz

1892-1942, Polonia

Trad. Elzbieta Bortkiewicz y Juan C. Vidal

Las tiendas de color canela

Tratado de maniquíes

—Saben ustedes —decía mi padre— que en los apartamentos antiguos a veces hay habitaciones olvidadas. Al no ser visitadas durante meses se marchitan en el olvido entre los viejos muros y ocurre que se encierran, se obstruyen con ladrillos, y una vez para siempre perdidas en nuestra memoria, se despojan poco a poco de su existencia. Las puertas que a ella conducen desde algún rellano de la escalera trasera pueden pasar inadvertidas para los habitantes que se incrustan, penetran en la pared que borra sus señas en un fantástico dibujo de grietas y fisuras. Una vez —seguía —, una mañana muy temprana, al ocaso del invierno y tras varios meses de ausencia, entré en un camino semiolvidado y me quedé sorprendido por el aspecto de estas habitaciones.
Desde todas las grietas del suelo, todas las cornisas y marcos, se espigaban finos tallos que colmaban el aire grisáceo con su encaje reverberante de follaje filigrana, un matorral transparente de algún invernadero lleno de susurros, brillos, meneos, de una primavera falsa y placentera. Alrededor de la cama, bajo una lámpara de varios brazos, a lo largo de los armarios, temblaban manojos de árboles delicados, estallaban arriba en coronas luminosas, en surtidores de hojas de claridad que disparaban clorofila vaporizada hasta el cielo pintado del techo. En el acelerado proceso de florecimiento las enormes flores blancas y rosadas emergían en este verdor, brotaban ante nuestros ojos, movían su pulpa rosada y desbordaban perdiendo pétalos y deshaciéndose en un marchitar veloz.
—Yo era feliz —decía mi padre— con este florecer inesperado que había colmado el aire de susurros destellantes, suaves, que, cual confeti multicolor, caía a través de las fustas delicadas de las ramas.
Veía cómo las vibraciones del aire, de la fermentación de un aura demasiado abundante, esa riada y la destrucción de fantásticos oleandros que poblaban la estancia con una nevisca perezosa de grandes racimos florales en rosa, ese florecer, se emitía y se materializaba.
—Antes del anochecer —continuaba— no quedaba ni rastro de este florecimiento magnífico. Toda la fatamorgana había sido tan sólo una mixtificación, un accidente de la extraña simulación de la materia disfrazada de vida.

Imágenes de Suzanne Moxhay

Sklepy cynamonowe

Traktat o manekinach

— Wiedzą panie — mówił ojciec mój — że w starych mieszkaniach bywają pokoje, o których się zapomina. Nie odwiedzane miesiącami, więdną w opuszczeniu między starymi murami i zdarza się, że zasklepiają się w sobie, zarastają cegłą i, raz na zawsze stracone dla naszej pamięci, powoli tracą też swą egzystencję. Drzwi, prowadzące do nich z jakiegoś podestu tylnych schodów, mogą być tak długo przeoczane przez domowników, aż wrastają, wchodzą w ścianę, która zaciera ich ślad w fantastycznym rysunku pęknięć i rys.
— Wszedłem raz — mówił ojciec mój — wczesnym rankiem na schyłku zimy, po wielu miesiącach nieobecności, do takiego na wpół zapomnianego traktu i zdumiony byłem wyglądem tych pokojów.
Z wszystkich szpar w podłodze, z wszystkich gzymsów i framug wystrzelały cienkie pędy i napełniały szare powietrze migotliwą koronką filigranowego listowia, ażurową gęstwiną jakiejś cieplarni, pełnej szeptów, lśnień, kołysań, jakiejś fałszywej i błogiej wiosny. Dookoła łóżka, pod wieloramienną lampą, wzdłuż szaf chwiały się kępy delikatnych drzew, rozpryskiwały w górze w świetliste korony, w fontanny koronkowego listowia, bijące aż pod malowane niebo sufitu rozpylonym chlorofilem. W przyśpieszonym procesie kwitnienia kiełkowały w tym listowiu ogromne, białe i różowe kwiaty, pączkowały w oczach, bujały od środka różowym miąższem i przelewały się przez brzegi, gubiąc płatki i rozpadając się w prędkim przekwitaniu.
— Byłem szczęśliwy — mówił mój ojciec — z tego niespodzianego rozkwitu, który napełnił powietrze migotliwym szelestem, łagodnym szumem, przesypującym się jak kolorowe confetti przez cienkie rózgi gałązek.
Widziałem, jak z drgania powietrza, z fermentacji zbyt bogatej aury wydziela się i materializuje to pośpieszne kwitnienie, przelewanie się i rozpadanie fantastycznych oleandrów, które napełniły pokój rzadką, leniwą śnieżycą wielkich, różowych kiści kwietnych.
— Nim zapadł wieczór — kończył ojciec — nie było już śladu tego świetnego rozkwitu. Cała złudna ta fatamorgana była tylko mistyfikacją, wypadkiem dziwnej symulacji materii, która podszywa się pod pozór życia.

Bruno Schulz

1892-1942, Polonia

Trad. Elzbieta Bortkiewicz y Juan C. Vidal

Sanatorio bajo la clepsidra

La primavera

¿Qué es el crepúsculo primaveral?
¿Acaso alcanzamos el núcleo y ese camino no nos conduce más allá? ¿Nos encontramos en el último significado de las palabras, cuando se vuelven delirantes, disparatadas e incongruentes? No obstante, sólo detrás de sus límites da comienzo lo inabarcable e inenarrable de la primavera. ¡El misterio del ocaso! Más allá de nuestras palabras, allí donde el poder de nuestra magia no llega, ronronea ese elemento lúgubre, infinito. La palabra se descompone y se desenlaza, regresa a su etimología, retorna a su interior, a sus oscuras raíces. ¿Qué interior? (…)
Cuando las raíces de los árboles quieren hablar, cuando bajo la costra terrestre se acumula el pasado, las viejas leyendas, las antiguas historias, cuando se amontonan en su origen demasiados susurros jadeantes, una masa inarticulada y aquello oscuro, sin aliento, que precede a la palabra, entonces, la costra ennegrece y se desgaja en espesas, torpes escamas, en surcos profundos y el núcleo abre sus ocultos poros, como si de la piel de un oso se tratase. Hundid la cara por un instante en la abundante piel del ocaso y todo se volverá impenetrable, sórdido, sin aliento.
Luego, habrá que clavar los ojos, igual que sanguijuelas, en la negra oscuridad, atravesar la tierra insondable y, de repente, estaremos en la meta, en el otro lado de las cosas, en el centro, en el infierno. Y veremos…
No es tan oscuro como podríamos sospechar. Al contrario, el interior late luminosamente. Se hace evidente la luz interna de las raíces, la fosforescencia enloquecida, los pequeños vasos capilares del contraluz que recubren la oscuridad, el errante, brillante declinar de la sustancia.
Igual que cuando dormimos, aislados del mundo, perdidos en la profunda introversión, en el regreso hacia nosotros mismos, también vemos aquí diáfanamente con los párpados cerrados porque los pensamientos se encienden con una antorcha interior, se chamuscan febrilmente en el transcurso de largas mechas, de nudo a nudo. Así se realiza en nosotros una regresión en toda línea, un retroceder hacia el núcleo, una vuelta al origen. Así, nos bifurcamos en una anamnesia sacudidos por escalofríos subterráneos que recorren nuestros cuerpos. Porque sólo en lo alto, en la luz del día —hay que decirlo— somos un manojo de melodías articulado, una luminosa cima de alondras; en aquella hondura nos convertimos en un murmullo negro, en un susurro, en una infinidad de historias inacabadas.
Sólo ahora podemos observar sobre qué crece la primavera, porqué está grabada por la sabiduría ¡y es tan infinitamente triste!

Zdzisław Beksiński

Sanatorium pod klepsydrą

Wiosna

Co to jest zmierzch wiosenny?
Czy dotarliśmy do sedna rzeczy, czy dalej już ta droga nie prowadzi? Jesteśmy u końca naszych słów, które już tu stają się majaczliwe, bredzące i niepoczytalne. A jednak dopiero za ich rubieżą zaczyna się to, co w tej wiośnie jest nieogarnięte i niewypowiedziane. Misterium zmierzchu! Dopiero poza naszymi słowami, gdzie moc naszej magii już nie sięga, szumi ten ciemny, nieobjęty żywioł. Słowo rozkłada się tu na elementy i rozwiązuje, wraca w swą etymologię, wchodzi z powrotem w głąb, w ciemny swój korzeń. Jak to w głąb? (…)
Gdy korzenie drzew chcą mówić, gdy pod darnią nazbiera się bardzo wiele przeszłości, dawnych powieści, prastarych historyj, gdy nagromadzi się pod korzeniami zbyt wiele zdyszanego szeptu, nieartykułowanej miazgi i tego ciemnego bez tchu, co jest przed wszelkim słowem – wtedy kora drzew czernieje i rozpada się chropawo w grube łuski, w głębokie skiby, otwiera się rdzeń ciemnymi porami, jak futro niedźwiedzie. Pogrążyć się twarzą w tym puszystym futrze zmierzchu, wtedy staje się przez chwilę całkiem ciemno, głucho i bez tchu jak pod wiekiem. Trzeba wtedy przystawić oczy jak pijawki do najczarniejszej ciemności, zadać im lekki gwałt, przecisnąć je przez nieprzeniknione, przepchać na wskroś przez głuchą glebę – i oto nagle jesteśmy u mety, po drugiej stronie rzeczy, jesteśmy w głębi, w Podziemiu. I widzimy…
Nie jest tu wcale ciemno, jak można by przypuszczać. Przeciwnie — wnętrze pulsuje całe od światła. Jest to, rzecz oczywista, wewnętrzne światło korzeni, błędna fosforescencja, nikłe żyłki poświaty, którymi marmurkowana jest ciemność, wędrujące świetliste majaczenie substancji. Tak samo przecież, gdy śpimy, odcięci od świata, daleko zabłąkani w głębokiej introwersji, w powrotnej wędrówce do siebie — widzimy również, widzimy wyraźnie pod zamkniętymi powiekami, gdyż wtedy myśli zapalają się w nas wewnętrznym łuczywem idą się majaczliwie wzdłuż długich lontów, zaniecając się od węzła do węda. Tak dokonuje się w nas regresja na całej linii, cofanie się w głąb, powrotna droga do korzeni. Tak rozgałęziamy się w głębi anamnezą, wzdrygając się od podziemnych dreszczów, które nas przebiegają, roimy podskórnie na całej majaczącej powierzchni. Bo tylko w górze, w świetle — trzeba to raz powiedzieć – jesteśmy drżącą artykułowaną wiązką melodii, świetlistym wierzchołkiem skowronkowym — w głębi rozsypujemy się z powrotem w czarne mruczenie, w gwar, w bezlik nieskończonych historyj.
Teraz dopiero widzimy, na czym ta wiosna rośnie, czemu jest tak niewymownie smutna i ciężka od wiedzy.

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