Thomas Mann

1875-1955, Alemania

Trad. Mario Verdaguer

La montaña Mágica

El átomo es un sistema cósmico cargado de energía, en el seno del cual gravitan los cuerpos en una rotación frenética alrededor de un centro semejante al sol, y cuyos cometas recorren el aire a velocidades medidas en años luz, mantenidos en sus órbitas excéntricas por el poder del cuerpo central. También constituía una comparación cuando se llamaba a un cuerpo multicelular un «estado celular». La ciudad, el estado, la comunidad social organizada según el principio de la división del trabajo eran no sólo comparables a la vida orgánica, sino que la repetían exactamente. De la misma manera, en lo más hondo de la naturaleza se reflejaba infinitamente el universo estelar, el macrocosmos, cuyos grupos, figuras, nebulosas, nubes palidecidas por la luna flotaban ante los ojos de nuestro adepto, por encima del valle resplandeciente de nieve. ¿No era permitido pensar que ciertos planetas del sistema solar atómico —esos ejércitos de vías lácteas y sistemas solares que componían la materia—, que uno u otro de esos cuerpos celestes intraterrestres se encontrarían en un estado semejante al que hacía de la Tierra una sede de vida? Para un joven adepto un tanto perplejo, que no estaba sin embargo falto de experiencia en el dominio de las cosas prohibidas, tal suposición no sólo era extravagante, sino que resultaba seductora hasta el punto de imponérsele con toda la apariencia lógica de la verdad. La «pequeñez» de los cuerpos estelares intraterrestres hubiese sido una objeción muy poco objetiva, pues toda medida se había perdido en el instante en que el carácter cósmico de esas partículas ínfimas se había revelado, y los conceptos de interior y exterior habían igualmente perdido su solidez. El mundo de los átomos era un «exterior», así como que muy probablemente la estrella terrestre que habitamos, considerada orgánicamente, era un profundo «interior». En sus osados ensueños, ¿no había llegado un sabio a hablar de los animales de la Vía Láctea, monstruos cósmicos cuya carne, huesos y cerebro se componían de sistemas solares? Pero si ocurría como pensaba Hans Castorp, todo comenzaba en el momento en que uno imaginaba que había llegado al término. Y tal vez, en el fondo más secreto de su naturaleza, se encontraba él mismo una vez más, él, el joven Hans Castorp, una y cien veces más, bien abrigado en el compartimiento del balcón, tumbado en su cómoda chaise-longue, ante una noche helada de luna clara, en la montaña, leyendo con los dedos entorpecidos y la cara ardiente, estudiando, con un interés humanista y médico, la vida del cuerpo.
La anatomía patológica, uno de cuyos volúmenes sostenía inclinado hacia la luz roja de la lámpara, le informaba, por medio de un texto sembrado de ilustraciones, sobre el carácter de los grupos parasitarios de células y tumores infecciosos. Eran formas de tejidos —particularmente lujuriantes— provocadas por la irrupción de células extranjeras en un organismo acogedor y que, de algún modo —tal vez sea preciso decir de un modo depravado—, ofrecía a su crecimiento condiciones favorables. No era que el parásito hubiese tomado su alimento del tejido que le sustentaba, sino que, alimentándose como toda célula, producía combinaciones orgánicas que eran sorprendentemente tóxicas y perjudiciales para las células del organismo que lo albergaba. Se había conseguido aislar y presentar bajo una forma concentrada las toxinas de algunos microorganismos, y había causado sorpresa ver que las dosis ínfimas de esos cuerpos, que no eran más que albúminas introducidas en la circulación de un animal, determinaban fenómenos de envenenamiento peligrosísimos y acarreaban una rápida destrucción. La apariencia exterior de esta corrupción era la de una excrecencia de tejidos, el tumor patológico que constituía la reacción de las células contra los bacilos establecidos entre ellas. Nudos espesos se producían, compuestos de células aparentemente viscosas, entre las cuales y en las cuales se instalaban las bacterias, y algunas de estas células eran extraordinariamente ricas en protoplasmas, inmensas y cubiertas de una multitud de nudos. Pero esta efervescencia conducía a una rápida ruina, pues de inmediato los nudos de esas células monstruosas comenzaban a descomponerse y su protoplasma a lubricarse, nuevas zonas vecinas de tejidos eran invadidas por aquella afluencia extranjera, fenómenos de inflamación se iban difundiendo y atacaban los vasos vecinos, los glóbulos blancos se aproximaban atraídos por el desastre, la muerte por coagulación progresaba y, sin embargo, los venenos solubles de las bacterias habían embriagado, desde hacía mucho tiempo, los centros nerviosos; el organismo alcanzaba una temperatura elevada y con el pecho tempestuoso marchaba tambaleándose hacia la disolución.
Todo esto se refería a la patología, a la doctrina de la enfermedad, y era el acento del dolor colocado sobre el cuerpo, pero al mismo tiempo sobre la voluptuosidad. La enfermedad era la forma depravada de la vida. ¿Y la vida? ¿No era quizá también una enfermedad infecciosa de la materia, al igual que lo que podía llamarse el génesis original de la materia no era tal vez más que la enfermedad, el reflejo y la proliferación de lo inmaterial? El primer paso hacia el mal, la voluptuosidad y la muerte había partido sin duda de allí donde, provocada por el cosquilleo de una infiltración desconocida, esa primera condensación del espíritu, esa vegetación patológica y superabundante se había producido de un tejido, medio por placer, medio por defensa, constituyendo el primer grado de lo sustancial, la transición de lo inmaterial a lo material. Era el pecado original. La segunda generación espontánea, el paso de lo inorgánico a lo orgánico, ya no era más que una peligrosa adquisición de conciencia del cuerpo, lo mismo que la enfermedad del organismo era una exageración embriagada y una acentuación depravada de su naturaleza física. La vida no era ya más que una progresión por el camino aventurero del espíritu impúdico, un reflejo del calor de la materia despierta a la sensibilidad y que se había mostrado sensible a ese llamamiento…
Los libros se hallaban acumulados sobre la mesita, uno yacía en el suelo, al lado de la chaise-longue, sobre la alfombra de la galería, y el que Hans Castorp había ojeado últimamente pesaba sobre su estómago, le cortaba la respiración, pero sin que su materia gris diese orden a los músculos para alejarlo. Había leído la página de arriba abajo, la barbilla tocaba en el pecho y los párpados se habían cerrado sobre los ojos azules y candidos. Veía la imagen de la vida, sus miembros florecientes, la belleza sustentada por la carne. Esa belleza había separado las manos de su nuca, había abierto los brazos y, en el interior —particularmente bajo la piel delicada de la articulación del codo—, las venas, las dos ramas de las grandes venas se dibujaban, azuladas, y esos brazos eran de una inexpresable dulzura. Ella se inclinó hacia él; Hans Castorp sintió su olor orgánico, sintió el choque de su corazón que latía. Un suave calor enlazó su cuello y, mientras desfallecía de placer y angustia, posó sus manos sobre el exterior de esos brazos, allí donde la piel tersa sobre el tríceps era de una exquisita frescura, y sintió sobre sus labios la succión húmeda de un beso.

Póster de La vida, una enfermedad mortal de transmisión sexual de Krzysztof Zanussi (2000)

Tłum. Józef Kramsztyk

Czarodziejska góra

Atom jest układem kosmicznym naładowanym energią, w którym ciała planetarne wirują zaciekle wokół jakiegoś ciała centralnego podobnego słońcu i przez którego przestrzeń, wypełnioną eterem, pędzą z szybkością lat świetlnych komety, wtłaczane siłą ciała centralnego, w swe ekscentryczne orbity.  Nie jest to tylko porównaniem, podobnie jak nie jest nim nazwanie ciała tworów wielokomórkowych «państwem komórek».  Miasto, państwo, wedle zasady podziału pracy uporządkowana społeczność jest nie tylko czymś, co daje się przyrównać do życia organicznego, lecz czymś, co je powtarza.  Tak to powtarza się w najgłębszym wnętrzu natury, w najdalszym odzwierciedleniu, makrokosmiczny świat gwiazd, których roje, gromady, grupy, figury, blade od poświaty księżycowej, unosiły się nad roziskrzoną mrozem doliną, nad głową owiniętego w koce adepta wiedzy. Czyż nie wolno było myśleć, iż pewne planety słonecznego układu atomu – tych rojów i całych dróg mlecznych systemów słonecznych, tworzących materię – iż to lub owo ciało planetarne tego wewnętrznego wszechświata znajduje się w stanie podobnym do tego, który uczynił ziemię siedliskiem życia?  Dla młodego adepta wiedzy o nieco odurzonych ośrodkach nerwowych i o «nienormalnych» właściwościach skóry, któremu przecież nie brakło już pewnego doświadczenia na gruncie tego, co niedozwolone, było to nie tylko sensownym, ale nawet aż do natarczywości narzucającym się, w najwyższej mierze przekonującym pomysłem, nie pozbawionym logicznego charakteru prawdziwości.  «Małość» gwiaździstych ciał wewnętrznego świata byłaby zarzutem wielce nierzeczowym, skoro przecież miara tego, co wielkie i małe, wymknęła się z rąk – jeśli nie wcześniej, to wtedy, kiedy objawił się kosmiczny charakter «najmniejszych» części materii, a pojęcia tego, co zewnętrzne i co wewnętrzne, utraciły z czasem również swe niewzruszone podstawy.  Świat atomu jest czymś zewnętrznym, podobnie jak najprawdopodobniej glob ziemski, który zamieszkujemy, rozpatrywany z punktu widzenia organicznego, jest czymś głęboko wewnętrznym.  Czyż marzycielska śmiałość pewnego badacza nie mówiła o «zwierzętach Drogi Mlecznej» – o kosmicznych potworach, których ciało, kończyny i mózg składają się z systemów słonecznych?  Ale jeśli w istocie było tak, jak myślał Hans Castorp, wówczas w chwili, kiedy przypuszczano, iż dotarło się do końca, wszystko rozpoczynało się od początku!  Wtedy, być może, we wnętrzu i na najgłębszym dnie swej istoty znajdował się jeszcze raz, jeszcze sto razy, on sam, młody Hans Castorp, ciepło otulony, leżący na balkonie z widokiem na rozjaśnioną księżycem, mroźną noc wysokogórską i, ze skostniałymi palcami i płonącymi policzkami, trawiony chęcią zgłębienia zagadnień medycyny i humanistyki, dociekał tajników życia cielesnego.
  Anatomia patologiczna, której jeden z tomów trzymał nieco z boku w czerwonym blasku lampki stołowej, pouczała go za pomocą bogato ilustrowanego tekstu o istocie pasożytniczych zespoleń komórkowych i guzów zakaźnych.  Są to rodzaje tkanek – i to niepohamowane w rozwoju rodzaje tkanek – powstające przez wtargnięcie obcych komórek do organizmu, który okazał się podatny do ich przyjęcia i rozwojowi ich zapewniał w jakiś sposób – raczej powiedzieć należy: w jakiś rozwiązły sposób – korzystne warunki.  Można pominąć to, iż pasożyt pozbawia pożywienia otaczającą go tkankę, ale wskutek przemiany materii, właściwej każdej komórce, wytwarza związki organiczne, które dla goszczących go komórek okazują się zadziwiająco jadowite, nieuchronnie niszczące. Kiedy udało się z niektórych mikroorganizmów wydzielić toksyny i otrzymać je w stanie stężenia, okazało się, w jak zdumiewająco niewielkich dawkach substancje te, które należą po prostu do rzędu związków białkowych, wprowadzone w obieg krwi zwierzęcia wywołują najgroźniejsze objawy zatrucia i prowadzą do nieuniknionej zagłady.  Zewnętrznym objawem tego procesu jest bujanie tkanek, patologiczne obrzmienie, jako reakcja komórek na podrażnienie wywołane przez zagnieżdżone wśród nich mikroby.   Tworzą się guzki wielkości ziarna prosa, złożone z komórek podobnych do komórek błony śluzowej, między którymi albo w których gnieżdżą się mikroby; niektóre z nich są wyjątkowo obficie zaopatrzone w protoplazmę, a przy tym olbrzymie i wypełnione licznymi jądrami. Ale ta zabawa bardzo szybko prowadzi do ruiny, gdyż oto jądra tych spotworniałych komórek poczynają kurczyć się i rozpadać, a protoplazma ich zanikać wskutek krzepnięcia.  Podrażnienie ciałem obcym obejmuje stopniowo dalsze części okolicznych tkanek; procesy zapalne rozszerzają się na sąsiednie naczynia; zjawiają się białe ciałka krwi, zwabione przez miejsce niedoli; zanikanie na skutek tężenia nie ustaje; a tymczasem rozpuszczalne jady bakteryjne od dawna już odurzyły ośrodki nerwowe, wysoka gorączka trawi organizm, który niejako z falującą piersią zdąża ku swemu rozkładowi.
 Tyle mówiła patologia, nauka o chorobie, o akcencie bólu postawionym nad ciałem, który wszakże, jako podkreślenie, co cielesne, jest zarazem akcentem rozkoszy; choroba jest wyuzdaną formą życia.  A życie ze Swej strony?  Czyż może jest tylko zakaźną chorobą materii – podobnie jak to, co wolno było nazwać pranarodzinami materii, było może tylko chorobą pierwiastka niematerialnego, jego wybujaniem pod wpływem jakiejś podniety? Pierwszego kroku w stronę zła, ku rozkoszy i ku śmierci należy niezawodnie dopatrywać się tam, gdzie, wywołane bodźcem nieznanej infiltracji, odbyło się owo pierwsze skupienie pierwiastka duchowego, owo patologicznie intensywne bujanie jego tkanki, które na wpół radośnie, na wpół się broniąc, stworzyło najwcześniejszy, przedwstępny szczebel substancjalności, przejście tego, co niematerialne, w coś materialnego.  To był grzech pierworodny. Drugie pranarodziny, zrodzenie się organiczności z tego, co nieorganiczne, były już tylko fatalnym spotęgowaniem pierwiastka cielesnego do świadomości, podobnie jak odurzająca choroba organizmu jest spotęgowaniem i nieobyczajnym, nadmiernym zaakcentowaniem jego cielesności: życie jest tylko dalszym konsekwentnym krokiem na awanturniczym szlaku ducha, który się zbezcześcił, jest odruchowym rumieńcem wstydu, jakiego doznaje materia, obudzona z niewrażliwości i gotowa na przyjęcie budzącego ją bodźca…
 Stos książek piętrzył się na stoliku z lampką, jedna leżała na podłodze obok leżaka, na macie balkonu; a ta, którą Hans Castorp ostatnio studiował, spoczywała na jego brzuchu i przygniatała go utrudniając oddech; ale jego kora mózgowa nie wydała nakazu odpowiednim mięśniom, by ją usunęły.  Przeczytał stronicę aż do samego dołu, podbródek jego wsparł się o pierś, powieki opadły mu na prostoduszne niebieskie oczy.  Widział przed sobą obraz życia, kwitnącą budowę jego członków, jego piękność zaklętą w ciało.  Rozplotła ręce założone na karku, a jej rozwarte ramiona, na których wewnętrznej powierzchni, zwłaszcza pod delikatną skórą stawu łokciowego, niebieskawo rysowały się naczynia, oba rozgałęzienia wielkich żył – ramiona te pełne były niewysłowionej słodyczy.  Pochyliła się, pochyliła ku niemu, nad nim, czuł woń jej ciała, czuł krótkie uderzenia jej serca.  Gorąca tkliwość oplotła mu gardło i gdy omdlewając z rozkoszy i lęku, kładł dłonie na jej ramiona, w miejsce, gdzie skóra opinająca mięsień trójgłowy była upajająco chłodna – uczuł na wargach wilgoć jej ssącego pocałunku.

Der Zauberberg

Das Atom war ein energiegeladenes kosmisches System, worin Weltkörper rotierend um ein sonnenhaftes Zentrum rasten, und durch dessen Ätherraum mit Lichtjahrgeschwindigkeit Kometen fuhren, welche die Kraft des Zentralkörpers in ihre exzentrischen Bahnen zwang. Das war so wenig nur ein Vergleich, wie es nur ein solcher war, wenn man den Leib der vielzelligen Wesen einen „Zellenstaat“ nannte. Die Stadt, der Staat, die nach dem Prinzip der Arbeitsteilung geordnete soziale Gemeinschaft war dem organischen Leben nicht nur zu vergleichen, sie wiederholte es. So wiederholte sich im Innersten der Natur, in weitester Spiegelung, die makrokosmische Sternenwelt, deren Schwärme, Haufen, Gruppen, Figuren, bleich vom Monde, zu Häupten des vermummten Adepten über dem frostglitzernden Tale schwebten. War es unerlaubt, zu denken, daß gewisse Planeten des atomischen Sonnensystems – dieser Heere und Milchstraßen von Sonnensystemen, die die Materie aufbauten, – daß also einer oder der andere dieser innerweltlichen Weltkörper sich in einem Zustande befand, der demjenigen entsprach, der die Erde zu einer Wohnstätte des Lebens machte? Für einen im Zentrum etwas beschwipsten jungen Adepten von „abnormer“ Hautbeschaffenheit, der im Gebiete des Unerlaubten ja nicht mehr all und jeder Erfahrung entbehrte, war das eine nicht nur nicht ungereimte, sondern sogar bis zur Aufdringlichkeit sich nahelegende, höchst einleuchtende Spekulation von logischem Wahrheitsgepräge. Die „Kleinheit“ der innerweltlichen Sternkörper wäre ein sehr unsachgemäßer Einwand gewesen, denn der Maßstab von Groß und Klein war spätestens damals abhanden gekommen, als der kosmische Charakter der „kleinsten“ Stoffteile sich offenbart hatte, und die Begriffe des Außen und Innen hatten nachgerade gleichfalls in ihrer Standfestigkeit gelitten. Die Welt des Atoms war ein Außen, wie höchstwahrscheinlich der Erdenstern, den wir bewohnten, organisch betrachtet, ein tiefes Innen war. Hatte nicht die träumerische Kühnheit eines Forschers von „Milchstraßentieren“ gesprochen, – kosmischen Ungeheuern, deren Fleisch, Bein und Gehirn sich aus Sonnensystemen aufbaute? War dem aber so, wie Hans Castorp dachte, dann fing in dem Augenblick, da man geglaubt hatte, zu Rande gekommen zu sein, das Ganze von vorn an! Dann lag vielleicht im Innersten und Aberinnersten seiner Natur er selbst, der junge Hans Castorp, noch einmal, noch hundertmal, warm eingehüllt, in einer Balkonloge mit Aussicht in die mondhelle Hochgebirgsfrostnacht und studierte mit erstarrten Fingern und heißem Gesicht aus humanistisch-medizinischer Anteilnahme das Körperleben?
Die pathologische Anatomie, von der er einen Band seitlich in den roten Schein seines Tischlämpchens hielt, belehrte ihn durch einen Text, der mit Abbildungen durchsetzt war, über das Wesen der parasitischen Zellvereinigung und der Infektionsgeschwülste. Diese waren Gewebsformen – und zwar besonders üppige Gewebsformen –, hervorgerufen durch das Eindringen fremdartiger Zellen in einen Organismus, der sich für sie aufnahmelustig erwiesen hatte und ihrem Gedeihen auf irgendeine Weise – aber man mußte wohl sagen: auf eine irgendwie liederliche Weise – günstige Bedingungen bot. Weniger, daß der Parasit dem umgebenden Gewebe Nahrung entzogen hätte; aber er erzeugte, indem er, wie jede Zelle, Stoff wechselte, organische Verbindungen, die sich für die Zellen des Wirtsorganismus als erstaunlich giftig, als unweigerlich verderbenbringend erwiesen. Man hatte von einigen Mikroorganismen die Toxine zu isolieren und in konzentriertem Zustande darzustellen verstanden, und es verwunderlich gefunden, in welchen geringen Dosen diese Stoffe, die einfach in die Reihe der Eiweißverbindungen gehörten, in den Kreislauf eines Tieres gebracht, die allergefährlichsten Vergiftungserscheinungen, reißende Verderbnis bewirkten. Das äußere Wesen dieser Korruption war Gewebswucherung, die pathologische Geschwulst, nämlich als Reaktionswirkung der Zellen auf den Reiz, den die zwischen ihnen angesiedelten Bazillen auf sie ausübten. Hirsekorngroße Knötchen bildeten sich, zusammengesetzt aus schleimhautgewebartigen Zellen, zwischen denen oder in denen die Bazillen nisteten, und von welchen einige außerordentlich reich an Protoplasma, riesengroß und von vielen Kernen erfüllt waren. Diese Lustbarkeit aber führte gar bald zum Ruin, denn nun begannen die Kerne der Monstrezellen zu schrumpfen und zu zerfallen, ihr Protoplasma an Gerinnung zugrunde zu gehen; weitere Gewebsteile der Umgebung wurden von der fremden Reizwirkung ergriffen; entzündliche Vorgänge griffen um sich und zogen die angrenzenden Gefäße in Mitleidenschaft; weiße Blutkörperchen wanderten, angelockt von der Unheilsstätte, herzu; das Gerinnungssterben schritt fort; und unterdessen hatten längst die löslichen Bakteriengifte die Nervenzentren berauscht, der Organismus stand in Hochtemperatur, mit wogendem Busen, sozusagen, taumelte er seiner Auflösung entgegen.
So weit die Pathologie, die Lehre von der Krankheit, der Schmerzbetonung des Körpers, die aber, als Betonung des Körperlichen, zugleich eine Lustbetonung war, – Krankheit war die unzüchtige Form des Lebens. Und das Leben für sein Teil? War es vielleicht nur eine infektiöse Erkrankung der Materie, – wie das, was man die Urzeugung der Materie nennen durfte, vielleicht nur Krankheit, eine Reizwucherung des Immateriellen war? Der anfänglichste Schritt zum Bösen, zur Lust und zum Tode war zweifellos da anzusetzen, wo, hervorgerufen durch den Kitzel einer unbekannten Infiltration, jene erste Dichtigkeitszunahme des Geistigen, jene pathologisch üppige Wucherung seines Gewebes sich vollzog, die, halb Vergnügen, halb Abwehr, die früheste Vorstufe des Substanziellen, den Übergang des Unstofflichen zum Stofflichen bildete. Das war der Sündenfall. Die zweite Urzeugung, die Geburt des Organischen aus dem Unorganischen, war nur noch eine schlimme Steigerung der Körperlichkeit zum Bewußtsein, wie die Krankheit des Organismus eine rauschhafte Steigerung und ungesittete Überbetonung seiner Körperlichkeit war –: nur noch ein Folgeschritt war das Leben auf dem Abenteuerpfade des unehrbar gewordenen Geistes, Schamwärmereflex der zur Fühlsamkeit geweckten Materie, die für den Erwecker aufnahmelustig gewesen war …
Die Bücher lagen zuhauf auf dem Lampentischchen, eins lag am Boden, neben dem Liegestuhl, auf der Matte der Loggia, und dasjenige, worin Hans Castorp zuletzt geforscht, lag ihm auf dem Magen und drückte, beschwerte ihm sehr den Atem, doch ohne daß von seiner Hirnrinde an die zuständigen Muskeln Order ergangen wäre, es zu entfernen. Er hatte die Seite hinunter gelesen, sein Kinn hatte die Brust erreicht, die Lider waren ihm über die einfachen blauen Augen gefallen. Er sah das Bild des Lebens, seinen blühenden Gliederbau, die fleischgetragene Schönheit. Sie hatte die Hände aus dem Nacken gelöst, und ihre Arme, die sie öffnete, und an deren Innenseite, namentlich unter der zarten Haut des Ellbogengelenks, die Gefäße, die beiden Äste der großen Venen, sich bläulich abzeichneten, – diese Arme waren von unaussprechlicher Süßigkeit. Sie neigte sich ihm, neigte sich zu ihm, über ihn, er spürte ihren organischen Duft, spürte den Spitzenstoß ihres Herzens. Heiße Zartheit umschlang seinen Hals, und während er, vergehend vor Lust und Grauen, seine Hände an ihre äußeren Oberarme legte, dorthin, wo die den triceps überspannende, körnige Haut von wonniger Kühle war, fühlte er auf seinen Lippen die feuchte Ansaugung ihres Kusses.





Thomas Mann

1875-1955, Alemania

Trad. Martín Rivas, Raúl Schiaffino

La muerte en Venecia

Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un refrigerio momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la hierba entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una botica. Ráfagas de aire cá­lido traían olor a desinfectantes.

Allí se encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía, gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.

Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad esté­tica; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.

Fotogramas de La muerte en Venecia de Luchino Visconti (1971)

Tłum. Leopold Staff

Śmierć w Wenecji

Głowa jego płonęła, ciało pokryło się lepkim potem, kark drżał, dręczyło go nieznośne pragnienie, oglądał się za jakim bądź chwilowym pokrzepieniem. Przed sklepikiem z jarzynami kupił trochę owoców, poziomek, przejrzałych i miękkich, pojadał idąc. Mały placyk, opuszczony, niesamowicie mroczny, otworzył się przed nim; poznał go, tutaj to przed kilku tygodniami powziął nieudany plan ucieczki. Na stopniu studni pośrodku placu osunął się i oparł głowę o kamienną cembrowinę. Było cicho, trawa rosła między brukiem, odpadki leżały dokoła. Między zwietrzałymi murami nierównej wysokości domów dokoła znajdował się jeden podobny do pałacu, z ostrołukowymi oknami, za którymi mieszkała pustka, i z balkonikami o lwich głowach. Na parterze innego znajdowała się apteka. Ciepłe powiewy przynosiły chwilami zapach karbolu.

Siedział tam, mistrz, wsławiony artysta, autor Nędznika, który w tak wzorowo czystej formie wyrzekł się cyganerii i mętnej głębi, odmówił sympatii bezdni i odrzucił nikczemność, ten, który wzniósł się na szczyty, przezwyciężył swą wiedzę i wyrósł z wszelkiej ironii, przyzwyczaił się do zobowiązań, jakie nań nakładało zaufanie mas, on, którego sława była urzędowa, nazwisko uszlachcone, na którego stylu mieli się kształcić chłopcy – siedział tam z zamkniętymi powiekami, tylko chwilami wymykało się spod nich, szybko ukrywając się znowu, szydercze i stropione spojrzenie i obwisłe wargi, kosmetycznie uwydatnione, kształtowały pojedyncze słowa z tego, co wydobywał jego na wpół drzemiący mózg z osobliwej sennej logiki.

Gdyż piękno, pamiętaj, Fajdrosie, tylko piękno jest boskie i widzialne zarazem i w ten sposób jest więc drogą zmysłowości, jest, mały Fajdrosie, drogą artysty do ducha. Ale czy wierzysz, mój drogi, że może pozyskać kiedyś mądrość i prawdziwą godność męską ten, dla którego droga do duchowości prowadzi przez zmysły? Lub czy sądzisz raczej (pozostawiam ci to do rozstrzygnięcia), że jest to niebezpiecznie miła droga, zaiste droga błędu i grzechu, która musi wieść na manowce? Gdyż trzeba ci wiedzieć, że my, poeci, nie możemy iść drogą piękna, żeby nie przyłączył się Eros i nie narzucił się na przewodnika; ba, choćbyśmy byli nawet bohaterami na swój sposób i dzielnymi wojownikami, to jesteśmy jak kobiety, gdyż namiętność jest naszym wywyższeniem i naszą tęsknotą musi pozostać miłość – to jest nasza rozkosz i nasza hańba. Widzisz więc teraz, że my, poeci, nie możemy być mądrzy ani godni? Że z konieczności schodzimy na manowce, z konieczności musimy być rozpustnikami i awanturnikami uczucia? Mistrzostwo naszego stylu to kłamstwo i błazeństwo, nasza sława i godność to krotochwila, zaufanie tłumu do nas w najwyższym stopniu jest śmieszne, wychowywanie ludu i młodzieży przez sztukę jest zuchwałym i karygodnym przedsięwzięciem. Bo jakżeby miał być zdatny na wychowawcę ten, który ma niepoprawny i naturalny pociąg do przepaści? Moglibyśmy się oczywiście jej zaprzeć i zyskać godność, ale jakkolwiekbyśmy się obrócili, nęci nas ona. Więc wyrzekamy się zgubnego poznania, gdyż poznanie, Fajdrosie, nie ma żadnej godności i surowości; jest wiedzące, rozumiejące, wybaczające bez postawy i formy; ma sympatię do przepaści, jest przepaścią. Więc odrzucamy je stanowczo i odtąd dążenie nasze ma na celu jedynie piękno, to znaczy prostotę, wielkość i nową surowość, drugą naturalność i formę. Ale forma i naturalność, Fajdrosie, prowadzą do upojenia i pożądania, prowadzą szlachetnego może człowieka do strasznej zbrodni uczucia, którą jego własna, piękna surowość odrzuca jako haniebną, prowadzą do przepaści, i one prowadzą do przepaści. Nas, poetów, powiadam, prowadzą one tam, gdyż nie jesteśmy zdolni do wzlotów, tylko do wyskoków. A teraz odchodzę, Fajdrosie, ty zostań tu; i dopiero gdy mnie już nie będziesz widział, odejdź i ty.