Wiesław Myśliwski

1932, Polonia

Fragmento de novela ganadora del premio literario Nike en 2007, uno de los premios más prestigiosos de Polonia.

Trad. Francisco Javier Villaverde

El arte de desgranar alubias

Y mientras nos bebíamos el vino, inclinando nuestras copas una y otra vez, me miró como si por fin me hubiera recordado. Y también yo dejé de tener la más mínima duda de que era ella. No, no me refiero a que si en tal o cual sitio, si en el tren o en el banco del parque o en cualquier otro lugar. En aquel momento eso ya no tenía ninguna importancia.
Seguramente usted piensa que uno tiene que haberse encontrado antes con esa persona para poderla recordar después. ¿Y nunca se ha parado a pensar que a menudo sucede lo contrario? Entonces, según usted, todo dependería de la memoria, ¿verdad? O sea, que primero es preciso que algo ocurra para que después la memoria pueda evocarlo, incluso aunque hayan pasado muchos años, ¿es eso? Pues en mi opinión existen cosas en las que sería mejor que la memoria no se entrometiera. Sí, de acuerdo, en esos casos que usted dice, sí. Pero no siempre necesitamos la ayuda de la memoria. Hay situaciones en que necesitamos aún más el olvido. Resultaría muy duro vivir permanentemente como esclavos de la memoria. Por eso muchas veces nos vemos obligados a confundirla, a engañarla, a huir de ella. ¡Pero si en realidad ni siquiera necesitamos recordar el hecho de que estamos en este mundo! No todo tiene por qué girar en torno a lo que dicta la memoria, como cree usted.
Por eso, cuando entró en la cafetería buscando un sitio libre, estaba seguro de que si en ese momento alguien hubiera desocupado una mesa, igualmente se habría acercado a la mía y habría preguntado:
—¿Me permitiría usted sentarme en esta mesa? Todos los sitios están ocupados.
—Cómo no —habría dicho yo, tal y como dije.
Y lo que vino después ya lo sabe. No oculto nada. ¿Qué habría de ocultar? No he hecho felices a las mujeres. Poco más sé. De todos modos, puede leer usted algún libro o ver alguna película y se encontrará con lo mismo. Siempre es igual. No existen palabras para evitar que no sea igual. En mi opinión sí, todo depende de las palabras. Según sean las palabras, así son las cosas, los sucesos, las ideas, los conceptos, los sueños, todo, hasta lo que hay en lo más profundo de una persona. Si las palabras son de cualquier manera, entonces la persona es de cualquier manera, y el mundo, incluso Dios es de cualquier manera.
Si le digo a usted que la amé, eso no le diría nada, porque a mí mismo tampoco me dice nada. Hoy sigo sabiendo lo mismo que sabía entonces. O quizá sería mejor decir que no sé lo mismo que entonces no sabía. Porque ¿qué significa amar? Dígamelo usted si lo sabe, se lo ruego. Y si la amaba como no había amado a nadie, ¿por qué no fuimos capaces de estar juntos? De todas formas, decir que la amé es lo mismo que no decir nada. Más de una vez tuve la sensación de que había sido ella la que me había dado la vida. Como si ella no hubiera salido de una costilla mía, sino yo de una suya, al revés que en las Escrituras. Un día estaré muriendo y mientras tanto la veré entrar en aquella cafetería, echar un vistazo buscando un sitio libre, después se acercará a mi mesa y preguntará:
—¿Me permitiría usted…?
—Cómo no.
Se sienta, pero ya no nos apetece conversar. Ni siquiera acerca de las tartas. No porque ya nos lo hayamos dicho todo. No nos hemos dicho casi nada. Haría falta una eternidad para decirnos todo y no ese breve instante en el que vivimos. Pues no lo sé, quizá ya nos den miedo las palabras, incluso esas sobre las tartas. Quizá ya no haya palabras para nosotros. Y sin palabras, no se sabe ni siquiera qué tarta, cómo es y mucho menos cuál es la mejor.
No estábamos bien juntos, al contrario de lo que pudiera usted pensar. Pero separados estábamos aún peor. Nos separábamos, volvíamos a juntarnos, nos separábamos otra vez y de nuevo nos juntábamos. Y todas las veces nos prometíamos que ya no nos separaríamos. Pero después pasaba otra vez lo mismo. Y cuando nos volvíamos a juntar, era siempre como si nos reencontráramos igual que aquella vez en la cafetería.
No sé si le he contado lo que ocurrió una vez. Había vuelto al sanatorio y me metí en la cafetería después de darme un paseo. Me siento, bebo café, echo una ojeada al periódico. En un momento determinado, levanto la vista por encima del periódico y la veo entrar. Y ya nos habíamos separado para siempre. Había mesas libres, pero se acercó a la mía y preguntó:
—¿Me permitiría…?
—Cómo no.
—Vaya, qué mal aspecto tienen tus manos.
—¿Qué tal tu corazón?
Y de nuevo decidimos que jamás nos separaríamos. Pero al poco nos separamos. Así que, dígame, ¿era amor eso? En mi opinión, el amor significa no tener suficiente con existir, y en cambio a nosotros la existencia ya nos tenía doloridos. Ninguno éramos ya joven. Es cierto que ella tenía varios años menos que yo, pero había pasado bastante tiempo desde que había dejado de ser joven. En más de una ocasión tuve que rogarle que no se avergonzara de su cuerpo. Siempre se giraba con temor para ver si la estaba mirando mientras se desnudaba. Siempre era:
—Apaga la luz.
—¿Por qué?
—Apaga, te lo ruego.
—Pero ¿por qué?
—¿Es que no lo entiendes?
No lo entendía. De seguro que no sospechaba que cuando la miraba mientras se desnudaba, yo sentía algo así como si me enriqueciera con todos sus dolores, sus sufrimientos, con el tiempo que pasaba por ella. Yo también había soportado calamidades, pero eso no era para mí tan importante como aquello que a ella la marcaba. No, no me refiero a que sufriera con lo que ella sufría. Además, ¿es que el amor necesita ese sufrimiento compartido? A lo que me refiero es a que sentía su existencia como si fuera mi existencia. ¿Qué significa eso? Que es como si uno deseara hacerse cargo de todo el peso de la existencia de esa otra persona. Como si uno deseara liberar por completo a esa persona de la obligación de existir. Como si uno deseara también morir en lugar de esa persona, para que ella no tuviera que experimentar su propia muerte. Y eso no es lo mismo que compartir el sufrimiento, tal como se suele entender. Solo de pensar en esa posibilidad, aunque fuera imaginaria, sentía que quería volver a vivir. Usted dice que eso es imposible. Es posible que sea imposible. Pero entonces, ¿cuál tendría que ser el patrón para medir el amor, en el caso de que usted y yo entendiéramos de igual forma esa palabra que nada significa? ¿Según qué habríamos de percibirlo? ¿Según el deseo del cuerpo? El cuerpo también tiene su límite final y además llega mucho, mucho antes que la muerte.
¿No sabe usted si vive todavía? ¿Le sorprende mi pregunta? ¿Y quién sino usted podría decírmelo? Pensé que al menos eso me lo contaría. Porque si me enterara de que ella ha muerto ya, tampoco yo querría seguir viviendo.
A veces pienso que si aún hubiera tocado… O quizá tuviera miedo de hacerla entrar en mi vida. O lo mismo ya no tenía fuerzas para soportar ese amor. Usted no se da cuenta de lo que significa el amor cuando ya no se es joven. Es el reto más difícil. De joven la no existencia aún no parece tan aterradora. Pero yo, ya ve, siempre he vivido en el límite entre la existencia y la no existencia. Incluso cuando me parecía que existía, tenía la impresión de estar solo de paso, por una temporadita, visitando a alguien, aunque no sé a quién, porque yo no tengo a nadie.

Fotogramas de IL N’Y A PAS D’OMBRE DANS LE DÉSERT de Yossi Aviram

Traktat o łuskaniu fasoli

I kiedy piliśmy już to wino, przechylając raz, drugi kielich do ust, jakoś tak na mnie spojrzała, jakby wreszcie przypomniała mnie sobie. I ja też już nie miałem najmniejszych wątpliwości, że to ona. Nie o to mi chodzi, że tu czy tam, w pociągu, w parku na ławce czy gdziekol­wiek. Nie miało to w tej chwili żadnego znaczenia.
Pan pewnie myśli, że człowiek musi najpierw tego kogoś spotkać, żeby mógł go sobie potem przypomnieć. A nie zastana­wiał się pan, że niekiedy bywa odwrotnie? Czyli, według pana, wszystko zależałoby od pamięci, tak? Czyli najpierw coś się mu­si zdarzyć, aby potem, choćby i po wielu latach, pamięć mogła to przywołać? Według mnie, są jednak rzeczy, w które lepiej, żeby się pamięć nie wtrącała. Zgadzam się z panem, w takich przy­padkach, o jakich pan mówi, tak. Nie zawsze jednak potrzebuje­my pomocy od pamięci. Bywa, że bardziej potrzebujemy zapo­mnienia. Ciężko byłoby żyć tak bezustannie w niewoli pamięci. Toteż musimy ją nieraz zwodzić, mylić, uciekać przed nią. Prze­cież na dobrą sprawę nie musimy nawet tego pamiętać, że jeste­śmy na tym świecie. Nie wszystko, jak pan sądzi, musi się toczyć według porządku pamięci.
Dlatego kiedy weszła do kawiarni, rozglądając się za wolnym stolikiem, byłem pewny, że gdyby ktoś zwolnił właśnie stolik, i tak do mojego by podeszła i spytała:
– Czy pozwoli mi pan usiąść przy swoim stoliku? Wszystkie miejsca są zajęte.
– Proszę – powiedziałbym, jak powiedziałem.
A dalej już pan wie. Nic nie ukrywam. Co miałbym ukry­wać? Nie przynosiłem szczęścia kobietom. Niewiele więcej wiem. Zresztą może pan przeczytać jakąś książkę, obejrzeć jakiś film i to samo będzie. Zawsze jest to samo. Nie ma na to słów, żeby nie było to samo. Według mnie tak, wszystko od słów zależy. Jakie słowa, takie rzeczy, zdarzenia, myśli, wyobrażenia, sny i wszyst­ko, nawet co na samym dnie człowieka. Byle jakie słowa, to byle jaki człowiek, byle jaki świat, byle jaki nawet Bóg.
Jeśli panu powiem, że kochałem ją, to i tak to panu nic nie powie, bo mnie samemu nic nie mówi. Dzisiaj także tyle wiem, co wiedziałem wtedy. Czy lepiej byłoby powiedzieć, tyle samo nie wiem, co nie wiedziałem wtedy. Bo co to znaczy kochać? Pro­szę, niech pan mi powie, jeśli pan wie. I dlaczego, skoro kocha­łem ją jak nikogo na świecie, nie umieliśmy z sobą być? Kocha­łem, to zresztą jakby nic nie powiedzieć. Nieraz czułem, jakby to ona dopiero dała mi moje życie, jakby to nie ona z mojego żebra, lecz ja z jej żebra, odwrotnie niż w Piśmie. Będę umierał, a bę­dę ją widział, jak wchodzi do tej kawiarni, rozgląda się za jakimś wolnym stolikiem, po czym podchodzi do mojego i pyta:
– Czy pozwoli pan?…
– Proszę.
Siada, lecz nie chce nam się już rozmawiać. Nie chce nam się już nawet o tych ciastkach. Nie dlatego, że wszystko powiedzieli­śmy sobie, bo nie powiedzieliśmy prawie nic. To trzeba by wiecz­ności, żeby wszystko sobie powiedzieć, a nie tej krótkiej chwili, w której żyliśmy. Nie wiem, może boimy się już słów, nawet tych o ciastkach. Może nie ma już dla nas słów. A bez słów, to i ciastko nie wiadomo które, jakie, a tym bardziej które najlepsze.
Nie było nam z sobą dobrze, jakby mógł pan sądzić. Lecz jeszcze gorzej było nam bez siebie. Rozstawaliśmy się, wracali­śmy, znów się rozstawaliśmy, znów wracaliśmy. I za każdym ra­zem przyrzekaliśmy sobie, że już się nie rozstaniemy. Po czym znów to samo. A kiedy znów wracaliśmy, za każdym razem jak­byśmy się odnajdywali niczym w tej kawiarni wtedy.
Nie wiem, czy mówiłem panu, kiedyś się zdarzyło, poje­chałem znów do sanatorium i zaszedłem po spacerze do tej ka­wiarni. Siedzę, piję kawę, przeglądam gazetę. W pewnej chwi­li unoszę znad gazety wzrok i widzę, wchodzi ona. A już na za­wsze rozeszliśmy się. Były wolne stoliki, lecz podeszła do mnie i spytała:
– Czy pozwoli pan?…
– Proszę.
– O, źle wyglądają te twoje ręce.
– A jak twoje serce?
I znów postanowiliśmy już nigdy się nie rozstawać. Lecz wkrótce rozstaliśmy się. No, i niech pan mi powie, czy to by­ła miłość? Według mnie miłość to niedosyt istnienia. A my byli­śmy obolali istnieniem. Nie byliśmy oboje już młodzi. Ona, co prawda, była kilka lat ode mnie młodsza, ale upłynęło już sporo, odkąd przestała być młoda. Musiałem ją nieraz prosić, żeby nie wstydziła się swojego ciała. Zawsze z lękiem spoglądała, czy na nią patrzę, kiedy się rozbierała. Zawsze było:
– Zgaś światło.
– Dlaczego?
– Zgaś, proszę cię.
– Ale dlaczego?
– Nie rozumiesz?
Nie rozumiałem. Nie podejrzewała zapewne, że gdy patrzy­łem na nią, jak się rozbierała, czułem coś takiego, jakbym sta­wał się bogatszy o wszystkie jej obolałości, o jej cierpienia, o jej przemijanie. Też wiele przeżyłem, lecz nie było to dla mnie takie ważne jak to, czym ona była naznaczona. Nie, nie o to chodzi, że współcierpiałem z nią. Czy zresztą miłość potrzebuje współcierpienia? Chodzi mi o to, że odczuwałem jej istnienie jako moje istnienie. Pyta pan, co to znaczy? To, że jakby pan całe brzemię czyjegoś istnienia pragnął wziąć na siebie. Jakby pan pragnął tego kogoś w ogóle zwolnić z konieczności istnienia. Jakby pan prag­nął za tego kogoś także umrzeć, żeby on nie musiał doświadczać swojego umierania. A to coś innego niż współcierpienie, jak się je na ogół rozumie. Na samą taką, choćby wyobrażoną, możliwość czułem, że chce mi się znowu żyć. Mówi pan, że to niemożliwe. Możliwe, że niemożliwe. Tylko wobec tego co powinno być mia­rą miłości? Jeśli pod tym nic nie znaczącym słowem pan i ja to samo byśmy rozumieli? Według czego mielibyśmy ją odczuwać? Według pożądania ciała? Ciało ma swój kres i dużo, dużo wcześ­niej, nim śmierć przyjdzie.
Nie wie pan, czy ona żyje? Zaskoczyłem pana? A któż by in­ny, oprócz pana, mógł mi to powiedzieć? Myślałem, że przynaj­mniej to jedno od pana usłyszę. Bo gdybym wiedział, że nie ży­je, też bym nie chciał żyć.
Czasem sobie myślę, że gdybym może grał. A może bałem się ją wciągać w swoje życie. Albo nie miałem już siły, żeby znieść jeszcze tę miłość. Pan nie zdaje sobie sprawy, co znaczy miłość, gdy się nie jest młodym. To najtrudniejsze wyzwanie. W młodo­ści nieistnienie nie wydaje się jeszcze tak przerażające. A ja, widzi pan, zawsze żyłem na granicy istnienia, nieistnienia. I nawet gdy mi się wydawało, że jestem, to jakbym był jedynie w przelocie, na tymczasem, w odwiedzinach u kogoś, chociaż nie wiem u ko­go, bo nie mam nikogo.

Deja un comentario