Clarice Lispector

1920 – 1977, Ucrania / Brasil

Trad. Sandra Santos

La pasión según G. H.

El gusto de lo vivo

Que es un gusto casi nulo. Y eso porque las cosas son muy delicadas. Ah, las tentativas de gustar la hostia.
La cosa es tan delicada que me asombro de que llegue a ser visible. Y hay cosas de tal manera más delicadas que no son visibles. Más todas tienen una delicadeza equivalente a lo que significa para nuestro cuerpo el tener rostro: la sensibilización del cuerpo que es un rostro humano. La cosa tiene una sensibilización de ella misma, como un rostro.
Ah, y yo que no sabía como consustanciar mi «alma». Ella no es inmaterial, está hecha de la materia más delicada. Es cosa, solo que no consigo consustanciarla hasta volverla visible.
Ah, amor mío, las cosas son muy delicadas. La gente las pisa con una pata demasiado humana, con demasiados sentimientos. Solo la delicadeza de la inocencia o solo la delicadeza de los iniciados siente su gusto casi nulo. Antes, yo necesitaba paliativo para todo, y así era como saltaba por encima de la cosa y sentía el gusto del paliativo.
Yo no podía sentir el sabor de la patata, pues la patata es casi la materia de la tierra; la patata es tan delicada que —por mi incapacidad de vivir en el plano de delicadeza del gusto apenas terroso de la patata— yo ponía mi pata humana sobre ella y quebraba su delicadeza de cosa viva. Porque la materia viva es muy inocente.
¿Y mi propia inocencia? Ella me duele. Porque también sé que, en el plano únicamente humano, la inocencia es tener la crueldad que la cucaracha tiene para consigo misma al estar lentamente muriendo sin dolor; superar el dolor es la peor crueldad. Y tengo miedo de eso, yo que soy extremadamente moral. Pero ahora sé que debo tener una valentía mucho mayor: la de tener otra moral, tan despojada que yo misma no la entienda y me asuste.
—Ah, me acordé de ti, que es lo más antiguo en mi memoria. Te vuelvo a ver uniendo los hilos eléctricos para reparar la toma de luz, fijándote en los polos positivo y negativo, y tratando las cosas con delicadeza.
Yo no sabía que aprendí tanto contigo. ¿Qué aprendí contigo? Aprendí a mirar a una persona trenzando hilos eléctricos. Aprendí a verte una vez reparar una silla rota. Tu energía física era tu energía más delicada.
—Eras la persona más antigua que jamás conocí. Eras la monotonía de mi amor eterno, y no lo sabía. Sentía por ti el tedio que siento en los días festivos. ¿Qué era? Era como el agua que brota de una fuente de piedra, y los años grabados en la lisura de la piedra, el musgo entreabierto por el hilo de agua que corre, y la nube en lo alto, y el hombre amado que rechaza, y el amor inmóvil, era día festivo, y el silencio en el vuelo de los mosquitos. Y el presente disponible. Y mi liberación lentamente entendida, la saciedad, la saciedad del cuerpo que no pide y que no necesita.
Yo no sabía ver que aquello era un amor delicado. Y me parecía el tedio. Era en verdad el tedio. Era una búsqueda de alguien para jugar, el deseo de ahondar el aire, de entrar en contacto más profundo con el aire, el aire que no existe para ser ahondado, que fue destinado a permanecer suspendido, de ese modo.
No sé, recuerdo que era día festivo. ¡Ah, cómo deseaba yo entonces el dolor!: me distraería de aquel gran vacío divino que sentía contigo. Yo, la diosa reposando; tú, en el Olimpo. ¿El gran bostezo de la felicidad? La distancia siguiendo a la distancia, y la otra distancia y otra más; la abundancia de espacio que tiene el día festivo. Aquel despliegue de tranquila energía, que yo no entendía. Aquel beso ya sin sed en la cabeza distraída del hombre amado reposando, el beso pensativo en el hombre ya amado. Era día festivo nacional. Las banderas izadas.
Pero la noche caía. Y yo no soportaba la transformación lenta de algo que lentamente se transforma en el mismo algo, apenas aumentado una gota idéntica más de tiempo. Recuerdo nuestras palabras:
—Tengo un poquito de dolor de estómago —dije respirando con algo de hastío—. ¿Qué haremos esta noche?
—Nada —respondiste tanto más sabio que yo—, nada, es día festivo —dijo el hombre que era delicado con las cosas y con el tiempo.
El tedio profundo —como un gran amor— nos unía. Y a la mañana siguiente, muy temprano, el mundo se me entregaba. Las alas de las cosas estaban abiertas, iba a hacer calor por la tarde, ya se sentía por el sudor fresco de aquellas cosas que habían pasado la noche tibia, como en un hospital donde los pacientes aún amanecen vivos.
Mas todo eso era demasiado fino para mi pata humana. Y yo, yo quería la belleza.
Mas ahora tengo una moral que prescinde de la belleza. Tendré que decir con nostalgia adiós a la belleza. La belleza era un cebo suave para mí, era el modo como yo, débil y respetuosa, adornaba la cosa para poder soportar el núcleo.
Pero ahora mi mundo es el de la cosa que antes habría llamado fea o monótona, y que ya no me resulta fea ni monótona. He pasado por la experiencia de roer la tierra y comer el suelo, y lo he vivido como una orgía, y he sentido con horror moral que la tierra roída por mí también sentía placer. Mi orgía, en verdad, procedía de mi puritanismo: el placer me ofendía, y de la ofensa yo hacía un placer más grande. No obstante, a este mi mundo de ahora, yo antes lo habría llamado violento.
Porque violenta es la ausencia de sabor del agua, violenta es la ausencia de color de un trozo de cristal. Una violencia que es tanto más violenta porque es neutra.
Mi mundo actual está crudo, es un mundo de una gran dificultad vital. Pues, más que un astro, yo quiero hoy la raíz gruesa y negra de los astros, quiero la fuente que siempre parece sucia, y está sucia, y que es siempre incomprensible.
Con dolor digo adiós incluso a la belleza de un niño pequeño, quiero al adulto que es más primitivo y feo y más seco y más difícil, y que se convirtió en un niño-semilla que no se rompe con los dientes.
Ah, y quiero ver si también puedo ya prescindir del caballo que bebe agua, lo que es tan bello. Tampoco quiero mi sensibilidad porque resulte hermosa; ¿y podré prescindir del cielo que se mueve en nubes? ¿Y de la flor? No quiero el amor bello. No quiero la media luz, no quiero el rostro bien formado, no quiero lo expresivo. Quiero lo inexpresivo. Quiero lo inhumano en la persona; no, no es peligroso, pues de cualquier modo la persona es humana, no es preciso luchar por eso: querer ser humano me parece demasiado bello.
Quiero la materia de las cosas. La humanidad está impregnada de humanización, como si fuese necesario; y esa falsa humanización estorba al hombre y a su humanidad. Existe algo que es más ancho, más sordo, más profundo, menos bueno, menos ruin, menos bello. Aunque también ese algo corra el peligro de llegar a transformarse, en nuestras manos groseras, en «pureza», nuestras manos, que son groseras y están llenas de palabras.

El desierto rojo de Michelangelo Antonioni

Tłum. Ada Trzeciakowska

Pasja według G. H.

Smak tego co żywe

Właściwie jest prawie żaden. A to dlatego, iż wszystko wokół jest niesamowicie delikatne. Ach, to jakbyśmy chcieli degustować hostię.
To jest tak delikatne, że aż dziw, że w ogóle jest widoczne. Są też rzeczy tak delikatne, że aż niewidoczne. Ale wszystkie mają delikatność odpowiadającą temu, czym dla naszego ciała jest posiadanie twarzy: pewne uwrażliwienie ciała w ludzkiej twarzy. To coś ma świadomość samego siebie, jak twarz.
Och, i nie wiedziałam, jak uspójnić moją “duszę”. Nie jest niematerialna, jest zrobiona z najdelikatniejszej materii. Jest rzeczą, po prostu nie wiem, jak ją uobecnić, by stała się widzialna.  
Ach, kochanie, te rzeczy są bardzo delikatne. Ludzie depczą je swoją zbyt ludzką łapą, przepełnieni zbyt wieloma uczuciami. Tylko delikatność niewinności lub tylko delikatność wtajemniczonych wyczuwa jej niemal nieobecny smak. Wcześniej na wszystko potrzebowałam środka łagodzącego ból i dzięki niemu przeskakiwałam nad rzeczą czując jej smak.
Nie mogłam poczuć smaku ziemniaka, bo ziemniak jest niemalże materią ziemi; ziemniak jest tak delikatny, że – z powodu mojej niezdolności do życia na płaszczyźnie delikatności ledwie ziemistego smaku ziemniaka – kładłam na nim moją ludzką łapę i kruszyłam delikatność żywej istoty. Bo żywa materia jest niewinna.
A moja własna niewinność? Sprawia mi ból. Ponieważ wiem też, że na płaszczyźnie czysto ludzkiej niewinność oznacza okrucieństwo, które karaluch okazuje samemu sobie, gdy dogorywa powoli i bezboleśnie; przezwyciężanie bólu jest najgorszym okrucieństwem. I boję się tego, ja, która jestem skrajnie moralna. Lecz teraz wiem, że muszę mieć o wiele większą odwagę: mieć inną moralność, tak odartą, żebym sama jej nie rozumiała i odczuwała strach.
-Och, przypomniałam sobie ciebie, to najstarsza rzecz w mojej pamięci. Znów widzę, jak łączysz przewody elektryczne, by naprawić gniazdko, jak przyglądasz się biegunom dodatnim i ujemnym, jak traktujesz rzeczy z delikatnością.
Nie wiedziałam, że tyle się przy tobie nauczyłam. Czego się przy tobie nauczyłam? Nauczyłam się patrzeć, jak ktoś splata przewody elektryczne. Nauczyłam się patrzeć, jak naprawiasz zepsute krzesło. Twoja energia fizyczna była twoją najdelikatniejszą energią.
-Byłaś najdawniejszą osobą, jaką kiedykolwiek znałam. Byłeś monotonią mojej wiecznej miłości, a ja o tym nie wiedziałam. Czułam względem ciebie znużenie, jakie czuję w dni wolne. Co to było? Było jak woda tryskająca z kamiennej fontanny i lata wyryte w gładkości kamienia, mech na wpół rozchylony przez strużkę płynącej wody, i chmura nad głową, i ukochany mężczyzna, który odrzuca, i nieruchoma miłość, to był dzień świąteczny, i cisza w locie komarów. I dostępna teraźniejszość. I moje wyzwolenie powoli zrozumiane, sytość ciała, które nie prosi i nie potrzebuje.
Nie potrafiłam dostrzec, że to była miłość delikatna. Wydawała mi się czymś nużącym. To rzeczywiście była nuda. Było to poszukiwanie kogoś do zabawy, pragnienie pogłębienia powietrza, wejścia w głębszy kontakt z powietrzem, powietrzem, które nie istnieje, po to, by je pogłębiać, które miało pozostać zawieszone, tak jak teraz.
Nie wiem, pamiętam, że był dzień świąteczny, Ach, jak tęskniłam wtedy za bólem: odwróciłby  moją uwagę od tej wielkiej boskiej pustki, którą czułam przy tobie. Ja, bogini w stanie spoczynku; ty, na Olimpie. Wielkie ziewnięcie szczęścia? Odległość następująca po odległości, i inna odległość, i kolejna; obfitość przestrzeni, jaką mają dni świąteczne. Ten pokaz cichej energii, której nie rozumiałam. Ten pozbawiony już pragnienia pocałunek w roztargnioną głowę odpoczywającego ukochanego mężczyzny, zamyślony pocałunek, którym obdarzamy ukochanego już mężczyznę. To było święto narodowe. Powiewały flagi.
Lecz zapadała noc. A ja nie mogłam znieść powolnej przemiany czegoś, co powoli przekształca się w to samo, lecz powiększone o kolejną identyczną kroplę czasu. Pamiętam nasze słowa:
Trochę boli mnie brzuch – powiedziałam, oddychając lekko znużona. Co robimy dziś wieczorem?
-Nic – odpowiedziałeś, trochę mądrzejszy ode mnie-. Nic, przecież mamy wolne – powiedział człowiek, który był delikatny wobec rzeczy i czasu.
Głęboka nuda – jak wielka miłość – jednoczyła nas. A następnego ranka, bardzo wcześnie, świat dał mi siebie. Skrzydła rzeczy były otwarte, po południu miało być gorąco, już odczuwało się to po świeżym pocie rzeczy, które przeżyły noc w cieple, jak w szpitalu, gdzie pacjenci wciąż budzą się żywi.
Lecz to wszystko było zbyt piękne dla mojej ludzkiej łapy. A ja, ja chciałam piękna.
Lecz teraz moja moralność może obejść się bez piękna. Nostalgicznie będę musiała pożegnać się z pięknem. Piękno było dla mnie subtelną przynętą, było sposobem, w jaki ja, słaba i pełna szacunku, upiększałam rzeczy, by znieść ich trzon.
Lecz teraz mój świat jest światem rzeczy, którą wcześniej określiłabym mianem brzydkiej lub monotonnej, a która nie jest już dla mnie brzydka ani monotonna.
Zdarzyło mi się doświadczyć gryzienia ziemi i jedzenia gleby, i przeżyłam to niczym orgię, i poczułam z moralną zgrozą, że ziemia gryziona przeze mnie również odczuwała przyjemność. Moja orgia, tak naprawdę, wynikała z mojego purytanizmu: przyjemność mnie znieważała, a ze znieważenia czerpałam jeszcze większą rozkosz. Niemniej jednak, wcześniej, ten mój świat należący do teraz, nazwałbym brutalnym.
Ponieważ brutalna jest nieobecność smaku w wodzie, brutalna jest nieobecność koloru w odłamku szkła. Brutalność, która jest tym bardziej brutalna, gdy jest neutralna.
Mój obecny świat jest surowy, jest światem o wielkiej życiowej trudności. Bo bardziej niż gwiazdy pragnę dziś grubego, czarnego korzenia gwiazd, pragnę źródła, które zawsze wydaje się brudne, jest brudne i zawsze niezrozumiałe.
Z bólem żegnam się nawet z pięknem małego dziecka, chcę dorosłego, który jest bardziej prymitywny i brzydki, bardziej oschły i twardszy, i który stał się nasieniem-dzieckiem, którego nie zmiażdży się zębami.
Och, i chcę zobaczyć, czy mogę się obejść bez konia pijącego wodę, który jest taki piękny. Nie chcę też mojej wrażliwości, tylko dlatego, że jest piękna; i czy mogę się obejść bez nieba, które przesuwa się chmurami? A kwiat? Nie chcę pięknej miłości. Nie chcę półświatła, nie chcę kształtnej twarzy, nie chcę wyrazistości. Chcę tego, co niewyrażalne. Chcę tego, co nieludzkie w człowieku; nie, to nie jest niebezpieczne, bo w każdym wypadku człowiek jest ludzki, nie trzeba o to walczyć: chcieć być ludzkim wydaje mi się zbyt piękne.
Chcę materii rzeczy. Ludzkość jest przesiąknięta humanizacją, jakby to było konieczne; i ta fałszywa humanizacja przeszkadza człowiekowi i jego człowieczeństwu. Istnieje coś, co jest szersze, bardziej głuche, głębsze, mniej dobre, mniej podłe, mniej piękne. Choćby to coś narażone było na niebezpieczeństwo przemiany, w naszych ordynarnych rękach, w “czystość”, w naszych rękach, które są ordynarne i pełne słów.

A paixão segundo G. H.

O gosto do vivo

Que é um gosto quase nulo. E isso porque as coisas são muito delicadas.
 Ah, as tentativas de experimentar a hóstia.  
A coisa é tão delicada que eu me espanto de que ela chegue a ser visível. E há coisas ainda tão mais delicadas que estas não são visíveis. Mas todas elas têm uma delicadeza equivalente ao que significa para o nosso corpo ter o rosto: a sensibilização do corpo que é um rosto humano. A coisa tem uma sensibilização dela própria como um rosto.  
Ah, e eu que não sabia como consubstanciar a minha “alma”. Ela não é imaterial, ela é do mais delicado material de coisa. Ela é coisa, só não consigo é consubstanciá-la em grossura visível.  
Ah, meu amor, as coisas são muito delicadas. A gente pisa nelas com uma pata humana demais, com sentimentos demais. Só a delicadeza da inocência ou só a delicadeza dos iniciados é que sente o seu gosto quase nulo. Eu antes precisava de tempero para tudo, e era assim que eu pulava por cima da coisa e sentia o gosto do tempero.  
Eu não podia sentir o gosto da batata, pois a batata é quase a matéria da terra; a batata é tão delicada que – por minha incapacidade de viver no plano de delicadeza do gosto apenas terroso da batata – eu punha minha pata humana em cima dela e quebrava a sua delicadeza de coisa viva. Porque o material vivo é muito inocente.  
E a minha própria inocência? Ela me dói. Porque também sei que, em plano somente humano, inocência é ter a crueldade que a barata tem consigo própria ao estar lentamente morrendo sem dor; ultrapassar a dor é a pior crueldade. E eu tenho medo disso, eu que sou extremamente moral. Mas agora sei que tenho de ter uma coragem muito maior: a de ter uma outra moral, tão isenta que eu mesma não a entenda e que me assuste.  
– Ah, lembrei-me de ti, que és o mais antigo na minha memória. Revejo-te unindo os fios elétricos para consertar a tomada de luz, cuidando do pólo positivo e negativo, e tratando as coisas com delicadeza.  
Eu não sabia que aprendi tanto contigo. Que aprendi contigo? Aprendi a olhar uma pessoa trançando fios elétricos. Aprendi a ver-te uma vez consertar uma cadeira quebrada. Tua energia física era a tua energia mais delicada.
– Tu eras a pessoa mais antiga que eu jamais conheci. Eras a monotonia de meu amor eterno, e eu não sabia. Eu tinha por ti o tédio que sinto nos feriados, O que era? era como a água escorrendo numa fonte de pedra, e os anos demarcados na lisura da pedra, o musgo entreaberto pelo fio d’água correndo, e a nuvem no alto, e o homem amado repousando, e o amor parado, era feriado, e o silêncio no voo dos mosquitos. E o presente disponível. E minha libertação lentamente entediada, a fartura, a fartura do corpo que não pede e não precisa.  
Eu não sabia ver que aquilo era amor delicado. E me parecia o tédio. Era na verdade o tédio. Era uma procura de alguém para brincar, o desejo de aprofundar o ar, de entrar em contato mais profundo com o ar, o ar que não é para ser aprofundado, que foi destinado a ficar assim mesmo suspenso.  
Não sei, lembro-me de que era feriado. Ah, como então eu queria a dor: ela me distrairia daquele grande vácuo divino que eu tinha contigo. Eu, a deusa repousando; tu, no Olimpo, O grande bocejo da felicidade? A distância se seguindo à distância, e à outra distância e mais outra – a fartura de espaço que o feriado tem. Aquele desenrolar-se de calma energia, que eu nem entendia. Aquele beijo já sem sede na testa distraída do homem amado repousando, o beijo pensativo no homem já amado. Era feriado nacional. As bandeiras hasteadas.  
Mas a noite caindo. E eu não suportava a transformação lenta de algo que lentamente se transforma no mesmo algo, apenas acrescentado de mais uma gota idêntica de tempo. Lembro-me que eu te disse: – Estou com um pouquinho de enjoo de estômago – disse eu respirando com alguma saciedade. – Que faremos hoje de noite? – Nada – respondeste tão mais sábio que eu -, nada, é feriado – disse o homem que era delicado com as coisas e com o tempo.  
O tédio profundo – como um grande amor – nos unia. E na manhã seguinte, de manhã bem cedo, o mundo se me dava. As asas das coisas estavam abertas, ia fazer calor de tarde, já se sentia pelo suor fresco daquelas coisas que haviam passado a noite morna, como num hospital em que os doentes ainda amanhecem vivos.  
Mas tudo isso era fino demais para a minha pata humana. E eu, eu queria a beleza. Mas agora tenho uma moral que prescinde da beleza.  
Terei que dar com saudade adeus à beleza. Beleza me era um engodo suave, era o modo como eu, fraca e respeitosa, enfeitava a coisa para poder tolerar-lhe o núcleo.
 Mas agora meu mundo é o da coisa que eu antes chamaria de feia ou monótona – e que já não me é feia nem monótona. Passei pelo roer a terra e pelo comer o chão, e passei por ter orgia nisso, e por sentir com horror moral que a terra roída por mim também sentia prazer. Minha orgia na verdade vinha de meu puritanismo: o prazer me ofendia, e da ofensa eu fazia prazer maior. No entanto este meu mundo de agora, eu antes o teria chamado de violento.  
Porque é violenta a ausência de gosto da água, é violenta a ausência de cor de um pedaço de vidro. Uma violência que é tão mais violenta porque é neutra.  
Meu mundo hoje está cru, é um mundo de uma grande dificuldade vital.  
Pois, mais do que a um astro, eu hoje quero a raiz grossa e preta dos astros, quero a fonte que sempre parece suja, e é suja, e que é sempre incompreensível.  
É com dor que dou adeus mesmo à beleza de uma criança – quero o adulto que é mais primitivo e feio e mais seco e mais difícil, e que se tornou uma criançasemente que não se quebra com os dentes.  
Ah, e quero ver se também já posso prescindir de cavalo bebendo água, o que é tão bonito. Também não quero a minha sensibilidade porque ela faz bonito; e poderei prescindir do céu se movendo em nuvens? e da flor? não quero o amor bonito. Não quero a meia-luz, não quero a cara bem-feita, não quero o expressivo.  
Quero o inexpressivo. Quero o inumano dentro da pessoa; não, não é perigoso, pois de qualquer modo a pessoa é humana, não é preciso lutar por isso: querer ser humano me soa bonito demais.  
Quero o material das coisas. A humanidade está ensopada de humanização, como se fosse preciso; e essa falsa humanização impede o homem e impede a sua humanidade. Existe uma coisa que é mais ampla, mais surda, mais funda, menos boa, menos ruim, menos bonita. Embora também essa coisa corra o perigo de, em nossas mãos grossas, vir a se transformar em “pureza”, nossas mãos que são grossas e cheias de palavras. Nossas mãos que são grossas e cheias de palavras.  

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