1920 – 1977, Ucrania / Brasil
Trad. Elena Losada
La manzana en la oscuridad
Oh, Dios, qué cansado e inseguro estaba aquel hombre, aquel hombre no sabía muy bien qué era la esperanza. Aunque intentó racionalizarla, oh, claro que lo intentó. Pero en vez de pensar en lo que se había propuesto pensar, pensó como una mujer ocupada: «Explicar nunca ha llevado a nadie a ningún sitio, y entender es una futilidad», dijo como una mujer ocupada en dar de mamar a su hijo.
¡Pero no! ¡No!, él tenía que pensar, ¡no podía embarcarse así, sin más ni menos! Entonces, perdiendo pie, argumentó y se justificó: «No tener esperanza era la cosa más estúpida que podía sucederle a un hombre». Sería el fracaso vital de un hombre. Como no amar era pecado de frivolidad, no tener esperanza era una superficialidad. No amar era el error de la naturaleza. ¿Y la perversión que había en no tener esperanza?, bueno, eso lo entendió con el cuerpo. Además —¡en nombre de los otros!— es pecado no tener esperanza. No había derecho a no tenerla. No tener esperanza es un lujo. Oh, Martim sabía que su esperanza escandalizaría a los optimistas. Sabía que los optimistas lo fusilarían si lo oyesen. Porque la esperanza asusta. Hay que ser hombre para tener el valor de ser fulminado por la esperanza.
Y entonces Martim se asustó.
—¿Eres consciente, hijo mío, de lo que estás haciendo?
—Sí, padre.
—¿Eres consciente de que, con la esperanza, nunca más tendrás reposo, hijo mío?
—Sí, padre.
—¿Eres consciente de que, con la esperanza, perderás todas las otras armas, hijo mío?
—Sí, padre.
—¿Y que sin cinismo estarás desnudo?
—Sí, padre.
—¿Sabes que la esperanza es también aceptar no creer, hijo mío?
—Sí, padre.
—¿Eres consciente de que creer es tan pesado de soportar como la maldición de una madre?
—Sí, padre.
—¿Sabes que nuestros semejantes son una porquería?
—Lo sé, padre.
—¿Y sabes que tú también eres una porquería?
—Lo sé, padre.
—Pero ¿sabes que no me refiero a la bajeza que tanto nos atrae y que admiramos y deseamos, sino al hecho de que nuestros semejantes, además, son muy pesados?
—Lo sé, padre.
—¿Sabes que la esperanza consiste a veces solo en una pregunta sin respuesta?
—Lo sé, padre.
—¿Sabes que en el fondo todo eso no es más que amor, gran amor?
—Lo sé, padre.
—Pero ¿sabes que uno puede quedarse encallado en una palabra y perder años de vida? ¿Y que la esperanza se puede convertir en palabra, dogma y atasco y desvergüenza? ¿Estás preparado para saber que, vistas de cerca, las cosas no tienen forma, y que, vistas de lejos, las cosas no se ven? ¿Y que para cada cosa solo hay un momento? ¿Y que no es fácil vivir solo del recuerdo de un instante?
(…)
—Hijo mío. ¿Eres consciente de que de ahora en adelante, vayas a donde vayas, serás perseguido por la esperanza?
—Sí, padre.
—¿Estás dispuesto a aceptar el duro peso de la alegría?
—Sí, padre.
—Pero, ¡hijo mío!, ¿sabes que es casi imposible?
—Lo sé, padre.
—¿Sabes al menos que la esperanza es el gran absurdo, hijo mío?
—Lo sé, padre.
—¡¡¿Sabes que hay que ser adulto para tener esperanza?!!
—¡Lo sé, lo sé, lo sé!
—Entonces vete, hijo mío. Te ordeno que sufras la esperanza.
Pero ya con la primera nostalgia, la última como antes de nunca más, Martim gritó pidiendo amparo:
—¿Qué luz es esa, papá? —gritó solitario en la esperanza, andando a cuatro patas para hacer reír a su padre, haciendo una pregunta muy antigua y tonta con tal de que aplazase el momento de asumir el mundo—. ¿Qué luz es esa, papá? —preguntó como un bebé, con el corazón latiendo de soledad.
El padre vaciló, severo y triste en su tumba.
—Es la del fin del día —dijo solo por piedad.
Así era.
Era casi de noche, y la belleza pesaba en el pecho. Martim la disimuló como pudo, silbó vagamente sin sonido, mirando al techo.
Desde donde, lentamente y con cautela, bajó los ojos hacia los demás, y miró al prójimo, uno por uno. «¿Quiénes sois?» Eran caras con narices. ¿Debería invertir toda su pequeña fortuna en un gesto de confianza? Sin embargo era una vida que no se repite, la de él, la que les entregaría. «¿Quiénes sois?». Era difícil darles algo. Amar era un sacrificio. E incluso, e incluso, estaba la discontinuidad: apenas había empezado y ya estaba la discontinuidad. ¿Sería preciso aceptar también esto?, la discontinuidad con que los miró y… ¿quiénes eran esos hombres? «¿Quiénes sois? ¿Qué cosa turbia sois, como si yo absurdamente ya hubiese visto tiempos mejores y conocido otra raza de gente y no pudiese aceptaros sino solo amaros? ¿En verdad sois? ¿Y hasta qué punto? Y… y ¿podré amar esa cosa que sois?».
Él los miró, cansado, incrédulo. Los desconocía. Una persona es esporádica: él ya los desconocía. Humilde, quiso obligarse a aceptar también esto: desconocerlos.
Pero no lo soportó, él no lo soportó. «¡Cómo puedo continuar mintiendo! ¡Yo no creo!, ¡yo no creo!». Y mirando a los cuatro hombres y a la mujer, solo quiso plantas, las plantas, el silencio de las plantas. Pero con la atención ligeramente despierta, repitió lentamente: «no creo». Calmadamente deslumbrado: «no creo… Deslumbrado, sí. Porque, aleluya, aleluya, tengo otra vez hambre. Tanta hambre que necesito ser más de uno, necesito ser dos, ¿dos? ¡No! Tres, cinco, treinta, millones; uno es difícil de soportar, necesito millones de hombres y mujeres, y la tragedia del aleluya». «No creo»: la gran coherencia había renacido. Su extrema penuria lo llevó a un vértigo de éxtasis. «No creo», dijo con hambre, buscando en la cara de los hombres aquello que un hombre busca. «Tengo hambre», repitió desamparado. ¿Debería agradecer a Dios su hambre?, porque la necesidad lo sustentaba.
Mareado, sin saber a quién dirigirse, los examinó uno por uno. Y él… él simplemente no creía. «Eppur, si muove», dijo con una tozudez de burro.
—Vamos —dijo entonces acercándose inseguro a los cuatro hombres pequeños y confusos—. Vamos —dijo. Porque ellos tenían que saber lo que hacían. Ellos seguramente sabían lo que hacían. En nombre de Dios, os ordeno que estéis seguros. Porque toda una carga valiosa y podrida estaba en sus manos, una carga para tirar al mar, y muy pesada también, y la cosa no era simple: porque esa carga de culpa tenía que ser lanzada con misericordia también. Porque después de todo no somos tan culpables, somos más estúpidos que culpables. Con misericordia también, pues. En nombre de Dios, espero que sepan lo que están haciendo. Porque yo, hijo mío, yo solo tengo hambre. Y esa manera insegura de coger en la oscuridad una manzana, sin que se caiga.
Paul Cupido
Tłum. Ada Trzeciakowska
Jabłko w ciemności
O Boże, jak bardzo zmęczony i niepewny był ten człowiek, ten człowiek tak naprawdę nie wiedział, czym jest nadzieja. Chociaż próbował ją zracjonalizować, och, oczywiście, że próbował. Ale zamiast myśleć o tym, co zamierzał pomyśleć, myślał jak zapracowana kobieta: „Wyjaśnianie nigdy nikogo do niczego nie doprowadziło, a zrozumienie jest nieistotne”, powiedział niczym kobieta zajęta karmieniem piersią dziecka.
Ależ nie! Nie! Musiał pomyśleć, nie mógł tak wejść w to, ot tak, po prostu! Potem, gubiąc wątek, argumentował i usprawiedliwiał się: „Brak nadziei to najgłupsza rzecz, jaka mogła się przytrafić człowiekowi”. Byłaby to życiowa porażka. Tak jak niekochanie było grzechem frywolności, brak nadziei był czymś powierzchownym. Niekochanie było błędem natury. A perwersja kryjąca się w braku nadziei? Cóż, rozumiał to całym swoim ciałem. Poza tym – w imieniu innych! – grzechem jest brak nadziei. Nie ma prawa by jej nie mieć. Brak nadziei to luksus. Och, Martim wiedział, że jego nadzieja zszokuje optymistów. Wiedział, że optymiści rozstrzelaliby go, gdyby go tylko słyszeli. Ponieważ nadzieja przeraża. Trzeba być mężczyzną, aby mieć wystarczającą odwagę, by dać się ponieść nadziei.
I wtedy Martim się przeraził.
– Czy wiesz, mój synu, co robisz?
-Tak, ojcze.
– Czy zdajesz sobie sprawę, że mając nadzieję nigdy już nie zaznasz spokoju, synu?
-Tak, ojcze.
– Czy zdajesz sobie sprawę, że mając nadzieję wytrącasz sobie z ręki każdą inną broń, mój synu?
-Tak, ojcze.
– I że bez cynizmu zostaniesz nagi?
-Tak, ojcze.
– Czy wiesz, że nadzieja to także akceptacja niewiary, mój synu?
-Tak, ojcze.
– Czy zdajesz sobie sprawę, że wiara jest tak ciężka do zniesienia, jak przekleństwo matki?
-Tak, ojcze.
– Czy wiesz, że nam podobni to dranie?
– Wiem, ojcze.
– A czy wiesz, że też jesteś draniem?
– Wiem, ojcze.
– Ale czy wiesz, że nie mówię o nikczemności, która tak bardzo nas pociąga, którą podziwiamy i pożądamy, ale o tym, że nasi bliźni są również bardzo męczący?
– Wiem, ojcze.
– Czy wiesz, że nadzieja czasami polega tylko na pytaniu bez odpowiedzi?
– Wiem, ojcze.
– Czy wiesz, że w istocie to wszystko nie jest niczym innym niż miłością, ogromną miłością?
– Wiem, ojcze.
– Ale czy wiesz, że człowiek może utknąć w jednym słowie i stracić na nim pół życia? I nadzieja może przekształcić się w słowo, dogmat, przeszkodę i bezwstydność? Czy jesteś gotów by zaakceptować fakt, że rzeczy widziane z bliska nie posiadają kształtu, a widziane z daleka pozostają niewidoczne? I że na każdą rzecz przypada tylko jeden moment? I że nie jest łatwo żyć tylko wspomnieniem chwili?
(…)
– Mój synu. Czy zdajesz sobie sprawę, że od teraz, gdziekolwiek pójdziesz, nadzieja pójdzie za tobą?
-Tak, ojcze.
– Czy jesteś gotów przyjąć ogromny ciężar radości?
– Tak, ojcze.
– Ale synu! Czy wiesz, że to prawie niemożliwe?
– Wiem, ojcze.
– Ale wiesz przynajmniej, że nadzieja jest ogromnym absurdem, mój synu?
– Wiem, ojcze.
– Czy wiesz, że aby mieć nadzieję, musisz być dorosły?!
-Wiem, wiem, wiem!
– Więc odejdź, mój synu. Rozkazuję ci cierpieć nadzieję.
Ale już z pierwszym przypływem nostalgii, ostatniej jak nigdy wcześniej, Martim zakrzyknął błagając o wsparcie:
– Co to za światło, tato? – krzyczał osamotniony w nadziei, chodząc na czworakach, aby rozśmieszyć ojca, zadając bardzo stare i głupie pytanie, aby tylko odsunąć od siebie moment przyjęcia odpowiedzialności za siebie i świat. Co to za światło, tato? Zapytał jak dziecko, a jego serce waliło z osamotnienia.
Ojciec zawahał się, poważny i i smutny w swoim grobie.
– To koniec dnia – powiedział z litości.
Tak było.
Była już prawie noc i piękno zalegało mu ciężarem na piersi. Martim ukrywał to najlepiej jak potrafił, zagwizdał lekko bezdźwięcznie, wpatrując się w sufit.
Skąd, powoli i ostrożnie, spuścił oczy na innych i po kolei spoglądał na bliskich. «Kim jesteście?» Były to twarze z nosami. Czy powinienem złożyć całą moją małą fortunę w geście zaufania? Mimo wszystko to życie, które się już nie powtórzy, jego życie, było tym co musiałby im oddać. «Kim jesteście?». Trudno było im coś dać. Miłość była poświęceniem. A nawet wtedy, nawet wtedy, istniał pewien brak ciągłości: ledwie się zaczęło, a już ten brak ciągłości… Czy należałoby to też zaakceptować? Brak ciągłości, z jakim patrzył na nich i… kim byli ci ludzie? «Kim jesteście? Jaką to mroczną i mętną rzeczą jesteście, jakbym ja absurdalnie widział już wcześniej lepsze czasy i spotkał inną rasę ludzi i nie mógł was zaakceptować, lecz tylko was pokochać? Istniejecie naprawdę? W jakim stopniu? I … i czy będę mógł pokochać to, czym jesteście?».
Spojrzał na nich zmęczony, z niedowierzaniem. Nie znał ich. Człowiek bywa sporadyczny: on już ich nie znał. Pokorny, chciał zmusić się do zaakceptowania również faktu, że ich nie zna.
Ale nie mógł tego znieść, nie mógł tego znieść. Jak mogę w dalszym ciągu kłamać! Nie wierzę! Nie wierzę!». I patrząc na czterech mężczyzn i kobietę, pragnął tylko roślin, rośliny ciszy roślin. Ale z szacunku powtórzył powoli: „Nie wierzę”. Ze spokojem oszołomiony: «Nie wierzę… Tak, oszołomiony. Ponieważ alleluja, alleluja, znowu jestem głodny. Tak głodny, że muszę być więcej niż jeden, muszę być dwojgiem, dwojgiem? Nie! Trojgiem, pięciorgiem, trzydzieściorgiem, milionami; z jednym trudno wytrzymać, potrzebuję milionów mężczyzn i kobiet oraz tragedii alleluja. „Nie wierzę”: odrodziła się olbrzymia spójność. Jego ekstremalna niedola doprowadziła go do zawrotów głowy w ekstazie. – Nie wierzę – powiedział łakomie, szukając w twarzach ludzi tego, czego szuka człowiek. – Jestem głodny – powtórzył bezradnie. Czy powinien dziękować Bogu za swój głód, ponieważ to on podtrzymywał go przy życiu.
Czując zawroty głowy, nie wiedząc, do kogo się zwrócić, badał ich jednego po drugim. A on… on po prostu nie wierzył. – „Eppur, si muove” – powiedział z uporem osła.
– Chodźmy- powiedział wówczas, podchodząc niepewnie do czterech zdezorientowanych małych ludzi. -Chodźmy – powiedział. Oni musieli wiedzieć, co czynią. Z pewnością wiedzieli, co robią. W imię Boga nakazuję wam być tego pewnymi. Ponieważ to w jego rękach spoczywał cały ten cenny i zgniły ciężar, ciężar do zrzucenia do morza, do tego bardzo przykry, a sprawa nie była prosta: ponieważ ten ciężar winy powinien zostać zrzucony z miłosierdziem. Bo przecież nie jesteśmy aż tak winni, jesteśmy bardziej głupi niż winni. A więc i z miłosierdziem. W imię Boga, mam nadzieję, że wiedzą, co czynią. Ponieważ ja, synu mój, ja jestem po prostu głodny. I to jest właśnie ta wątpliwa metoda zrywania jabłka w ciemności: tak by ono nie spadło.
Fotograma de Meshes of the afternoon de Maya Deren : Eleanora Derenkowsky (Kiev, 1917 – Nueva York, 1961) directora de cine, bailarina, coreógrafa, poeta y escritora ucraniana nacionalizada estadounidense.
A Maçã no Escuro
Oh Deus, como aquele homem estava cansado e incerto, aquele homem não sabia muito bem o que era esperança. Bem que ele tentou
raciocinar a esperança, oh bem que ele tentou. Mas, em vez de pensar no que se propôs pensar, pensou como uma mulher ocupada: “explicar nunca levou ninguém a nenhum lugar, e entender é uma futilidade”, disse ele como uma mulher ocupada em dar de mamar ao filho.
Mas não! mas não! ele tinha que pensar, ele simplesmente não podia embarcar assim, sem mais nem menos! Então, perdendo o pé, ele se argumentou e se justificou: “Não ter esperança era a coisa mais estúpida que podia acontecer a um homem”. Seria o fracasso da vida num homem. Assim como não amar era pecado de frivolidade, não ter esperança era uma superficialidade. Não amar, era a natureza errando. E quanto à perversão que havia em não ter esperança? bem, isso ele entendeu com o corpo. Além do mais — em nome dos outros! — é pecado não ter esperança. Não se tinha direito de não ter. Não ter esperança é um luxo. Oh, Martim sabia que sua esperança escandalizaria os otimistas. Ele sabia que os otimistas o fuzilariam se o ouvissem. Porque a esperança é assustadora. Há que ser homem para ter a coragem de ser fulminado pela esperança.
E então Martim se assustou de fato.
— Você está consciente, meu filho, do que está fazendo?
— Estou sim, meu pai.
— Você está consciente de que, com a esperança, você nunca mais terá repouso, meu filho?
— Estou sim, meu pai.
— Você está consciente de que, com a esperança, você perderá todas as outras armas, meu filho?
— Estou sim, meu pai.
— E que sem o cinismo você estará nu?
— Estou sim, meu pai.
— Você sabe que esperança é também aceitar não acreditar, meu filho?
— Sei sim, meu pai.
— Você está consciente de que acreditar é tão pesado a carregar como uma maldição de mãe?
— Estou sim, meu pai.
— Você sabe que o nosso semelhante é uma porcaria?
— Sei sim, meu pai.
— E você sabe que você também é uma porcaria?
— Sei sim, meu pai.
— Mas você sabe que não me refiro à baixeza que tanto nos atrai e que admiramos e desejamos, mas sim ao fato de que o nosso semelhante, além do mais, é muito chato?
— Sei sim, meu pai.
— Você sabe que esperança consiste às vezes apenas numa pergunta sem resposta?
— Sei sim, meu pai.
— Você sabe que no fundo tudo isso não passa de amor? do grande amor?
— Sei sim, meu pai.
— Mas você sabe que a pessoa pode encalhar numa palavra e perder anos de vida? E que esperança pode se tornar palavra, dogma e encalhe e sem-vergonhice? Você está pronto para saber que olhadas de perto as coisas não têm forma, e que olhadas de longe as coisas não são vistas? e que para cada coisa só há um instante? e que não é fácil viver apenas da lembrança de um instante?
— Esse instante…
(…)
— Meu filho. Você está consciente de que de agora em diante, para onde você vá, será perseguido pela esperança?
— Estou sim, meu pai.
— Você está disposto a aceitar o duro peso da alegria?
— Estou sim, meu pai.
— Mas, meu filho! você sabe que é quase impossível?
— Sei sim, meu pai.
— Você ao menos sabe que esperança é o grande absurdo, meu filho?
— Sei sim, meu pai.
— Você sabe que há que ser adulto para ter esperança!!!
— Sei, sei, sei!
— Então vai, meu filho. Ordeno-te que sofras a esperança. Mas já na primeira nostalgia, a última como antes de nunca mais, Martim gritou pelo amparo:
— Que luz é essa, papai? gritou já solitário na esperança, andando de quatro para fazer seu pai rir, fazendo uma perguntinha bem antiga e tola contanto que adiasse o momento de assumir o mundo. Que luz é essa, papaizinho! perguntou gaiato, com o coração batendo de solidão.
O pai hesitou severo e triste no seu túmulo.
— É a do fim do dia, disse apenas por piedade. E assim era.
Era quase noite, e a beleza pesava no peito. Martim disfarçou-a como pôde, assobiou vagamente sem som, olhando para o teto.
De onde, devagar e com cautela, desceu os olhos para os outros — e olhou o próximo, um a um. Quem sois? Eram caras com narizes. Deveria ele investir toda a sua pequena fortuna num gesto de confiança? No entanto era uma vida que não se repete, a dele, aquela que ele lhes entregaria. Quem sois? Era difícil lhes dar. Amar era um sacrifício. E mesmo, e mesmo, havia a descontinuidade: mal começara, e já havia a descontinuidade. Seria preciso aceitar também isto? a descontinuidade com que ele os olhou e — quem eram esses homens? quem sois? que coisa dúbia sois, como se eu absurdamente já tivesse visto tempos melhores e conhecido outra raça de gente e não pudesse vos aceitar, mas apenas vos amar? Em verdade, sois? e até que ponto? E — e poderei amar essa coisa que sois?
Ele os olhou, cansado, incrédulo. Ele os desconhecia. Uma pessoa era esporádica: ele já os desconhecia. Humilde, ainda quis se forçar a aceitar também isto: desconhecê-los.
Mas não suportou, ele não suportou. Como posso continuar a mentir!
Eu não creio! eu não creio! E olhando os quatro homens e mulher, ele só quis plantas, as plantas, o silêncio das plantas. Mas com a atenção ligeiramente desperta, ele repetiu devagar: não creio. Vagarosamente deslumbrado: não creio… Deslumbrado, sim. Porque, aleluia, aleluia, estou de novo com fome. Com tanta fome que preciso ser mais de um, preciso ser dois, dois? não! três, cinco, trinta, milhões; um é difícil de carregar, preciso de milhões de homens e mulheres, e da tragédia da aleluia. “Não creio”: a grande coerência renascera. Sua extrema penúria levou-o a uma vertigem de êxtase. Não creio, disse ele com fome, procurando na cara dos homens
aquilo que um homem procura. Estou com fome, repetiu desamparado.
Deveria agradecer a Deus a sua fome? pois a necessidade o sustentava.
Estonteado, sem saber a quem se dirigir, examinou-os um a um. E
ele — ele simplesmente não acreditava. Eppur, si muove, disse com uma teimosia de burro.
— Vamos, disse então aproximando-se incerto dos quatro homens pequenos e confusos. Vamos, disse. Porque eles deviam saber o que faziam.
Eles certamente sabiam o que faziam. Em nome de Deus, eu vos ordeno que estejais certos. Porque toda uma carga preciosa e podre estava entregue nas mãos deles, uma carga a jogar no mar, e muito pesada também, e a coisa não era simples: porque essa carga de culpa devia ser jogada com misericórdia também. Porque afinal não somos tão culpados, somos mais estúpidos que culpados. Com misericórdia também, pois. Em nome de Deus, espero que vocês saibam o que estão fazendo. Porque eu, meu filho, eu só tenho fome. E esse modo instável de pegar no escuro uma maçã — sem que ela caia.